Tuesday, September 27, 2005

Estética Unisex

Monday, September 26, 2005

Tarde del 2002


El Marqués de Karabás en pleno trance Etílico. El siempre combativo ejote vengador observa la escena con un gesto que parece decir: "¡Oh supremo Dionisos, que ésta embriaguez sea perpetua!" Fotografìa tomada de la serie: "Una extraña tarde de Verano" reproducida con autorización de los inconcebibles involucrados.

Seguiremos Informando.

Saturday, September 24, 2005

Vaticinio

Vaticinio cortesía de la página del gran vidente Juan Dámaso http://juandamaso.blogonovela.com cumplido certeramente como los hechos demostraron. Cito textualmente menos algunas faltas de ortografía que le quité:

"¡Lo he visto! ¡He visto un presagio encantador esta mañana, mientras me depilaba el pecho! Entre hoy y el próximo jueves, otros países pobres ofrecerán ayuda a Estados Unidos por el desastre del Katrina, además de Cuba, que ya ofreció médicos.
Etiopía ofrecerá enviar un cargamento de etíopes sedientos para acabar con la inundación. Sudáfrica ofrece una partida de cinco mil negros pobres que le sobran, para suplantar a los negros pobres que se han muerto en Nueva Orleans, mientras que el Gobierno de Irak se ofrecerá a enviar tropas a Estados Unidos para reestablecer el orden en las calles. Los norteamericanos (también lo he visto) invadirán algún país facilito en Centroamérica para quitarse la rabia de que se burlen de ellos. ¡Ocurrirá! ¡Os lo dice el Juani! "

¡Salve Gran Vidente!

Seguiré Informando.

Buscando Ovnis en una cálida tarde de Julio



Tuesday, September 20, 2005

Círculo extraterrestre en Inglaterra

SEIS DE LOS GRANDES

Seis de los GrandesJames EllroyTraducción de Montserrat Gurguí y Hernán SabatéEdiciones B, 2001Fabio Vericat

Seis de los grandes es la segunda entrega de la trilogía denominada Underworld USA del escritor de novela negra estadounidense James Ellroy. Este libro empieza con la culminación del asesinato de JFK ­-a cuyo planteamiento se dedica la anterior entrega, Ámerica-­ y acaba con la muerte de su hermano Bobby Kennedy y el activista Martin Luther King. Como es de esperar, Ellroy nos sirve un plato fuerte de violencia, corrupción e intriga; como es de esperar ­-quiero decir-­ de una novela negra. Los ingredientes están todos ahí. Sin embargo, Ellroy promete algo más que una intriga policiaca y una historia. Ellroy nos promete la historia. Un proyecto, éste, que parece anunciar un cambio de género literario, de la novela negra a la histórica, tal como lo anunciara hace poco en su visita a Madrid donde insistió en su preferencia por este último apelativo como distintivo de su madurez literaria. Pero este cambio presenta dos problemas inmediatos. Por un lado, puede no resultar fácilmente creíble dado el claro perfil policiaco de la novela; mientras que, por el otro, el autor asume un excesivo riesgo al proponerse escribir la historia de lo que no ha dejado de ser todavía una historia, es decir, una versión más de hechos relativamente recientes.
Ante esta situación, Ellroy no ha tenido más remedio que defender su calidad de novelista frente a las aspiraciones que se le puedan atribuir de cronista histórico, si bien afrontando la osadía de titular el primer tomo de su trilogía América ­-con independencia de que la decisión haya sido tomada indirectamente por otros en su traducción española--. Más evidente es el pequeño prefacio que introduce este primer volumen: "América nunca ha sido inocente. Perdimos nuestra virginidad en el barco y nunca hemos vuelto a mirar atrás con remordimientos." Ellroy mira atrás, muy atrás, más allá incluso del 22 de diciembre de 1958, fecha en la que empieza la trilogía con Pete Bourdant mirando de reojo a su jefe Howard Hughs chutándose codeína en Beverly Hills. La evocación de los pilgrims cruzando el charco en el siglo XVII es comparable a la insinuación de una previa caída y pérdida de la gracia que, de acuerdo a la lógica del autor, nos exonera de responsabilidad cara a los pecados heredados. "No se puede perder lo que no se ha tenido desde un principio", se dice a sí mismo Ellroy como para autoconvencerse. Lo que sí se tiene es una herencia maldita cuyo origen Ellroy deja aflorar a modo de ataque al optimismo moral que representa la nostalgia de escaparate hacia JFK. La alternativa es replantear la historia americana re-escribiendo una que acoja y recoja la realidad de nuestro estado maldito: "Es hora de quebrantar los mitos de toda una era y construir un mito nuevo desde la cloaca hasta las estrellas. Es hora de abrazar hombres malos y el precio que ellos pagaron para definir secretamente su tiempo."¿Pero qué tiene que ver la reconstrucción mitológica de la historia americana con la novela negra? ¿Qué derecho tiene Ellroy de adjudicarse este derecho, presunción intelectual aparte? La épica ha reunido tradicionalmente a la literatura, la moralidad y la historia. Y es lo épico lo que, de alguna manera, puede rescatar la presunción historicista de Ellroy sin caer en las redes de la crónica. No es necesario hablar de Homero, pero quizás sí de Milton, cuyo Paraíso perdido tiene como protagonista justamente a un ser perverso, al más malvado: el Mal personificado. Un Satán que sorprende por su humanidad, pero que por su humanidad corrompe. Milton re-inventa la épica a través del demoledor fonetismo rítmico de un pentagrama iámbico pero que, en aquél, adopta las fuertes cadencias latinas que tanto han gustado y disgustado en todas las épocas. Y por ahí anda el amor-odio hacia el estilo de Ellroy, que en Seis de los grandes juguetea con una oralidad tan estricta que acaba por convertirse en un rap formalista de dimensiones épicas. En su narrativa, la palabra persigue a la acción y la acción al diálogo; mientras que la descripción se limita al detalle gráfico ­-como si se tratase de gotas de tinta que van cayéndose de la pluma del autor provocando una transustanciación visceral: "le palpitó la polla. Salieron unas gotas de pis." La economía narrativa es total, desafiando incluso los límites de la oración gramátical, apoyándose en la repetición de frases como solo recurso de profundidad semántica que recuerdan los experimentos narrativos de Gertrude Stein: "Una rosa es una rosa es una rosa es una rosa." En la repetición está el sentido, pero también el sin fin. Y he aquí el gran reto poético al que los traductores, Montserrat Gurguí y Hernán Sabaté se enfrentan, y que recogen y devuelven con el acierto de un gángster de una novela de Ellroy, que no se limita a la dificultad de una jerga tanto idiomática como inventada sino a la recreación de un ritmo que obliga al traductor a ejercitar sus más exquisitas habilidades creativas. El sin fin narrativo refleja el sin fin histórico. La narrativa llega a un purismo tal que en su simplicidad construye una estructura que llega más allá de nuestro horizonte cognitivo. Su intertextualidad histórica, así como su entrelazado lingüístico, es más de lo que podemos comprender a través del limitado marco de las ventanas de nuestros ojos. Y cuanto más intenta Ellroy explicarnos lo simple que es, más enorme se nos hace la mole, más nos sobrecoge la imparable tirada de documentos del FBI, transcripciones de conversaciones entre gángsters, dossiers de prensa, la continua insistencia sobre lo que ha acontecido en la novela misma y su antepasado literario inmediato, América. Esta sensación de impotencia se recoge en el estremecimiento de los propios personajes ante tal magnitud de papeleo que es también el de las hojas de este libro que cubren materialmente la historia que relata, en la que la realidad y la ficción son substratos de su manipulación por los todopoderosos textuales. J. Edgar Hoover se desvela en Seis de los grandes como un editor de este mundo, a base del control de los papeles que lo documentan, y de su propia y permanente presencia indirecta. Aparece principalmente a través de transcripciones de conversaciones con los pobres mortales que viven y mueren en sus páginas. Su ausencia es su omnipotencia. Se trata de una omnipotencia intervencionista que pone en entredicho la de Ellroy como el también ausente autor y manipulador literario de la historia.
Es en este entredicho precisamente donde la libertad del lector, junto con la de los personajes, se abre hueco simultáneamente. Esta libertad se desvela como una indiferencia hacia la realidad de unos hechos históricos: ¡Qué más da quien mató a Kennedy, a Bobby o a Luther King! La culpabilidad pasa de ser un hecho de precisión histórica a convertirse en un acto de libre albedrío, de expresión individual en un mundo que nos supera. Somos libres de sentirnos culpables, no de buscar un culpable. Y este sentido moral abre las puertas de la consciencia, que, a diferencia de América, empieza a contaminar las páginas de Seis de los grandes: "Estaba propagándose una enfermedad. Podía llamársela la fiebre de la clemencia." Podría llamársela "el blues de yo no mato." Una conciencia que irónicamente les mata en un acto supremo de libertad nihilista: "Littell pasó canales. Salía la Triada: Jack / King / Bobby. Tres escenas de funerales. Tres cortes habilidosos. Tres viudas enfocadas. Yo los maté, es culpa mía. Su sangre cae sobre mí... Littell asió el arma. Littell se comió el cañón. El rugido del disparo acalló a los tres juntos." La novela negra se legitima como novela histórica. La motivación literaria de encontrar respuestas, de interpretar los hechos, de encontrar culpables, características éstas de la novela negra, alcanza en Seis de los grandes su alegoría histórica. Ellroy potencia este paralelismo entre la literatura y la historia a través del fenómeno de la teoría de conspiración, que hace de cada evento histórico motivo de debate criminológico. Es el principio de la organización histórica del siglo XX. Ellroy convierte este debate sobre la búsqueda de un culpable en un estudio moral de la culpabilidad como expresión de libertad personal, transformando su inercia vengadora en una de entendimiento ­-no de conocimiento-­ y de posible redención. El crimen va más allá de ser el motivo principal de esta historia de Ellroy, de la historia americana, de ser su historia. Ellroy nos resume esta transformación como una inversión: "la historia es el crimen del siglo XX americano".

Monday, September 12, 2005

BLUR



G.B. ENGLAND. London. Blur in rehearsal at the Depot Studios in London. Band members Damon Albarn, Alex James and Dave Rowntree. 2003

REBELARSE VENDE

Los autores canadienses Heath y Potter denuncian el lucrativo negocio de la contracultura
’Rebelarse vende’ propugna "cambiar las normas en vez de insistir en abolirlas"

Los libros que critican el consumismo se convierten en éxitos de ventas. Es el caso de No Logo. Las películas que se sublevan contra la sociedad del espectáculo como American beauty y El club de la lucha son pasto de las masas. La ropa alternativa se vende en los grandes almacenes. El capitalismo parece tener una capacidad inagotable para absorber cualquier crítica contracultural. Dos jóvenes profesores canadienses, Joseph Heath y Andrew Potter, defienden en Rebelarse vende (Taurus) la necesidad de preocuparse más por la justicia social y menos por la agitación cultural. Los productos contraculturales son objetos de consumo para una cierta élite de la sociedad que quiere distinguirse de la masa. Son personas que dicen querer cambiar el mundo, pero que desconfían de la mayoría social. Eso no es todo. Según los filósofos canadienses Joseph Heath y Andrew Potter, "las ideas de la contracultura están resultando contraproducentes para la izquierda". Por ejemplo, "al rechazar de manera general todas las instituciones y reglas del sistema en su defensa de lo espontáneo, la contracultura ha arremetido contra las normas más elementales de la urbanidad, tachadas de victorianas y decimonónicas. Lo que ha ocurrido es que la gente es cada vez más maleducada, y eso ha favorecido a la derecha. La izquierda necesita una atmósfera de respeto, por ejemplo, para poder explicar sus propuestas, que son complejas".
Los defensores de la contracultura, según Potter y Heath, suelen tener "una motivación política noble, honrada y genuina. El problema es que el discurso contracultural te provee de un paquete teórico completo y bastante fácil de entender cuando eres un adolescente". Para los autores, es necesario huir de ciertas dinámicas autocomplacientes y nada eficaces. "Hay que cambiar las normas, no abolirlas. Transformar las instituciones servirá para modificar las conciencias", afirman.
¿No significa todo esto volver a apostar por los caminos clásicos de los partidos socialdemócratas? Potter y Heath consideran que gobernantes como Tony Blair en el Reino Unido o Paul Martin en Canadá no están desmontando el Estado de bienestar a pesar de las acusaciones, sino "acometiendo reformas estructurales necesarias para garantizar su existencia". Los autores opinan que ciertos movimientos sociales y ONG cumplen un papel fundamental en el activismo político mientras se alejen del "negocio de la contracultura".
Y, por cierto, ¿qué tal se vende rebelarse contra la contracultura? "El libro está funcionando bien. Ha habido gente que ha intentado descalificarnos diciendo que caemos en el mismo error que denunciamos, pero lo cierto es que nosotros nos limitamos a destacar que existe una teoría que no cumple su cometido. No tenemos previsto ponernos a vender zapatillas de deporte con la marca de nuestro libro".

Thursday, September 08, 2005

Los hombres y los relojes


Los hombres se parecen a esos relojes a los cuales se les ha dado cuerda y andan sin saber por qué. Cada vez que se engendra un hombre y se le hace venir al mundo. se da cuerda de nuevo al reloj de la vida humana, para que repita más su rancio sonsonete gastado de eterna caja de música, frase por frase, tiempo por tiempo, con variaciones apenas perceptibles.
Cada individuo, cada faz humana, cada vida, no es sino un ensueño más, un efímero ensueño del espíritu infinito de la naturaleza, de la voluntad de vivir persistente y obstinado. No es sino una imagen fugitiva más, que dibuja al desgaire en su infinita página del espacio y del tiempo, que deja subsistir algunos instantes de una brevedad vertiginosa, y borra en seguida para dejar sitio a otras. Sin embargo -y este es el aspecto de la vida que más da que pensar y meditar-, es preciso que la voluntad de vivir, violenta e impetuosa, pague cada una de esas imágenes fugaces, cada uno de esos vanos caprichos, al precio de profundos dolores sin cuento y de una amarga muerte, largo tiempo temida y que llega al fin. He aquí por qué nos deja de pronto graves el aspecto de un cadáver.
Arthur Shchopenhauer

Wednesday, September 07, 2005

DECALOGO DE LA MISOGINA MAS UNO (VERSION FINAL)

1.- NUNCA TEMAS DEJAR A CUALQUIER MUJER EN TU VIDA, PORQUE UNA MUJER CUALQUIERA, TE DEJARIA ANTES A TI PRIMERO.

2.- NO CONFIES EN UNA MUJER MAS ALTA QUE TU.

3.- NO CONFIES EN UNA MUJER QUE TENGA CADERAS MAS ANCHAS QUE LAS TUYAS.

4.- NO CONFIES EN UNA MUJER QUE TENGA MAS BIGOTES QUE TU, PORQUE SIEMPRE HABRAN MUJERES Y CUCARACHAS MAS PELUDAS QUE UNO.

5.-NO CONFIES EN UNA MUJER QUE PUEDA TOCARSE LA PUNTA DE LA NARIZ CON LA PUNTA DE LA LENGUA.

6.- NO CONFIES EN UNA MUJER QUE NO LE PONGA QUESO A TU HAMBURGUESA.

7.- NO CONFIES EN UNA MUJER QUE NO ESTE DISPUESTA A IRSE A MADAGASCAR O AL CULO DEL MUNDO CONTIGO.

8.- NO CONFIES EN UNA MUJER QUE NO TOME COMO UN HALAGO EL HECHO DE QUE TE ENCANTE OLER SU ROPA INTERIOR SUCIA.

9.- NO CONFIES EN UNA MUJER QUE SOLO CONFIA EN EL PODER DE TU CARTERA.

10.- NO CONFIES TAMPOCO EN UNA MUJER QUE DIGA ESTAR DISPUESTA A VIVIR DE PAN Y CEBOLLA CONTIGO, PORQUE ESA MUJER, YA ESTA PENSANDO EN LUJOS!!!

Y SOBRE TODAS LAS COSAS, NUNCA, JAMAS, CONFIES EN UNA MUJER QUE NO CONFIE EN TI Y EN TUS SUEÑOS...

Don Cósimo D Garibay y Sanchez, MARQUES DE KARABAS.

Tuesday, September 06, 2005

La caída

Mirando al Mal de frente
Resulta interesante prestar cierta atención a la manera en la que Oliver Hirschbiegel da comienzo a esta sobrecogedora experien-cia fílmica. Sobre un fondo negro oímos la voz (real en la versión original) de Traudl Junge, secretaria personal de Adolf Hitler desde 1942 hasta que éste se quitó la vida en el búnker de la Cancillería en abril de 1945. Junge afirma ser incapaz de perdonar a aquella jo-ven que se mantuvo voluntariamente inconsciente del enorme daño que causó ese régimen nazi al que servía tan apasionadamente. No es algo en absoluto casual, porque "El hundimiento", estremecedo-ra y rigurosa crónica de los estertores finales de ese Tercer Reich que pretendía gobernar mil años, se articula principalmente en tor-no a dos libros que relatan de forma bastante fidedigna lo aconteci-do en aquellos terribles días: uno del historiador Joachim Fest, que lleva el mismo título que el filme y que proporciona el marco donde se desarrolla toda la acción, y otro autobiográfico de la pro-pia Traudl Junge, en el que relata sus experiencias de primera ma-no como testigo directo de lo que ocurría día a día entre las sólidas paredes de ese refugio. Junge (interpretada con convicción por la joven actriz Alexandra Maria Lara) se convierte así en el hilo con-ductor del film, como lo prueba el hecho de que la primera secuen-cia es la de su contratación como secretaria por el mismo Führer en el Nido del Águila tres años antes.
Decía que la cosa tiene su importan-cia, porque Hirschbiegel corta así de raíz, a través de la propia voz de la protagonista renegando de las accio-nes de su yo pasado, con la única po-sibilidad que tiene el espectador de poner en práctica ese habitual meca-nismo de funcionamiento del cine que es la identificación. De otro modo, a través de los inocentes ojos de Junge, uno podría llegar a la sin duda errónea conclusión de que ésta no es sino una especie de imagen de esa confor-table coartada moral que supone diso-ciar por completo a Hitler y sus colaboradores de ese pueblo ale-mán que les aupó primero al poder, y que celebró de forma entu-siasta después los primeros éxitos del régimen nazi, para tratar de desentenderse de él una vez acabada la guerra y según iban que-dando al descubierto las atrocidades de todos bien conocidas, ar-guyendo una insostenible ignorancia quizás necesaria para poder seguir adelante, pero difícilmente justificable desde un punto de vis-ta objetivo. Volveremos sobre esta idea después, cuando hablemos del último plano de la película.
Tampoco resulta casual la forma en la que se nos presenta por primera vez a Hitler. La figura del Führer tiene un peso tan enorme en el inconsciente colectivo de toda la humanidad que basta con pensar en su nombre para asociar a él la representación del Mal con mayúsculas como responsable de haber sido el ideólogo y ha-ber puesto en marcha el más terrorífico mecanismo de destrucción sistemática que ha visto el ser humano, responsable directo, por lo tanto, de la pérdida de más de cincuenta millones de vidas. Por eso, cuando aparece por primera vez en pantalla el Hitler en-carnado por Bruno Ganz y se nos muestra como una persona amable, atenta y comprensiva ante los nervios de la candi-data a ser su secretaria personal y alimentando con cariño a su perra, basta esa imagen para descolocarnos por comple-to. Porque "El hundimiento" es una obra plenamente consciente de la tarea que tiene por delante: servir, tras casi medio siglo de casi absoluto silencio por parte del cine alemán sobre el tema, para afrontar esa necesaria tarea de mirar al Mal de frente y retratar a Hitler como lo que, por más que nos disguste admitirlo, era: un hombre.
Todo lo dicho hasta ahora no son si-no sólo dos ejemplos de la inteligente forma en la que Oliver Hirschbiegel (autor, conviene no olvidarlo, de otra película que ya indagaba en los oscu-ros mecanismos del mal como parte indisoluble del ser humano, la pertur-badora "
El experimento") y su produc-tor y guionista Bernd Eichinger se enfrentan a un tema tan delicado para la sensibilidad del pueblo alemán y que, como era por otra parte inevita-ble, ha levantado no pocas ampollas y alimentado una saludable polémica que han motivado que el filme se con-vierta en un fenómeno que va más allá de lo estrictamente cine-matográfico. Hirschbiegel consigue algo sumamente difícil con esta estremecedora película, como es equilibrar la rigurosa reconstrucción de aquellos oscuros días con la imprescindi-ble progresión dramática exigible a un producto fílmico al uso, sin por ello renunciar a provocar en el espectador una muy necesaria reflexión moral mientras va revelando las debili-dades que aquejan y las atrocidades de las que son capaces los, insisto de nuevo, seres humanos que pueblan el filme.
"El hundimiento" nos presenta, pues, a un Hitler (en una composi-ción de Bruno Ganz a la que, sencillamente, no hay adjetivos que puedan hacer justicia, pues su transformación en el personaje es absoluta) que es capaz de mostrarse colérico, egocéntrico e inca-paz de reconocer sus propios errores a la vez que puede mostrar preocupación por el destino de algunos de sus subordinados o feli-citar a una cocinera por su guiso; un hombre que ve con impotencia cómo le traicionan algunos de sus hombres más allegados mien-tras otros le son fieles hasta las últimas consecuencias, por estre-mecedoras que resulten; un ser que, rayando en la locura, planea ataques imaginarios con tropas que ya no existen mientras los ru-sos estrechan el cerco, se desconecta de la realidad haciendo en-cargos imposibles de cumplir a unos mandos que no se atreven a llevarle la contraria, o persiste en la dicotomía de proclamar la su-perioridad de la raza aria mientras es capaz de afirmar que la des-trucción de su pueblo es consecuencia directa de su debilidad, un hecho inevitable de la naturaleza, y que no derramará una lágrima por él, llegando al punto de ordenar la destrucción de todas las in-fraestructuras del país. Todo ello mientras envejece ante nuestros ojos según va tomando conciencia de su final, disimula el frenético temblor de su mano izquierda, fruto de su cada vez más evidente Parkinson o se arrastra como una bestia herida por las paredes del búnker mientras planea su propia muerte.
No, el retrato de Hirschbiegel dis-ta mucho de ser compasivo, por más que nos puedan chocar sus momentos de humanidad en al-guien a quien estamos acostum-brados a ver más como un arqueti-po que como alguien real. Y eso es lo verdaderamente terrorífico, por-que cuando Hirschbiegel nos obliga a afrontar el abismo de hacernos com-prensibles algunas de las reacciones de Hitler para con sus más allegados, en el fondo está volviendo a afirmar, con más fuerza que nunca, la vieja te-oría de Hobbes sobre la naturaleza in-trínsecamente perversa del hombre, que el Mal no es algo que se pueda tratar como una perturbación ocasional, sino que es algo que subyace en nuestro interior y que cada uno debe combatir co-mo puede. Es ahí donde cobran pleno sentido los distintos puntos de vista de los personajes que se arremolinan en torno al ojo del huracán, que no son sino expresiones de ese terreno estrictamente personal donde cada uno debe marcar la línea conforme a sus pro-pias convicciones morales.
Por eso Albert Speer, con su confesión final al Führer de que ha desobedecido sus órdenes de destruir las infraestructuras, ese Dr. Schenk que no puede sino tratar de imponer un punto de cordura en medio del caos y ayudar en lo que pueda a paliar el sufrimiento de la población civil, o incluso el egoísta comportamiento de ese arribista sin escrúpulos que es Fegelein (el cuñado de Eva Braun) que intenta convencer a los que le importan de que han de abando-nar el búnker, son contrapuestos al fanatismo desbocado de los si-niestros Goebbels, incapaces de imaginar un mundo posterior al nacionalsocialismo, o a la permanente desconexión de la realidad de una Eva Braun que huye hacia adelante organizando incompren-sibles festejos y que es capaz de disociar, en una afortunada línea de diálogo que clava su personaje más que ninguna otra cosa, a Hitler del Führer. Se contraponen, de la misma forma, las borra-cheras de los desesperados oficiales conscientes de que el fin está cerca frente al profesionalismo de un general que pasa de recibir una orden de ser fusilado (¡por cambiar su puesto de mando!) a ser nombrado comandante en jefe de la defensa de Berlín o los arreba-tos suicidas de algunos SS, por no mencionar ese padre mutilado de guerra que intenta salvar a su hijo (y a los chiquillos que lo acompañan) de una muerte segura mientras siniestros escuadro-nes de la muerte van ejecutando civiles de forma arbitraria. Un pai-saje del caos donde cada uno se posiciona según su conciencia.
Hirschbiegel construye una at-mósfera asfixiante en el interior de ese búnker donde todo se des-morona, haciendo uso de una puesta en escena muy cuidada que aprovecha al máximo las obvias limitaciones de espacio de las que dispone, y resulta destacable la forma en la que el director va tejiendo la im-parable progresión dramática del fil-me. La composición de los planos re-trata a la perfección el desamparo y la soledad a la que se ven abocados los habitantes de ese agónico escenario en el que a menudo se dan situaciones que rozan el surrealismo (véase la secuencia de la boda civil de Hitler y Eva Braun observada desde la distancia por Junge... que está mecanografiando el testa-mento del Führer y cómo el funcionario le pregunta a Hitler, siguien-do la ley vigente, si es de raza aria) pero, sobre todo, que alcanzan un nivel de crueldad difícilmente soportable con la terrible y despia-dada ejecución a manos de su propia madre de los hijos de Goeb-bels, mostrada sin ningún tipo de recato por parte del director.
Y es quizás ahí donde se le puede reprochar a éste que nos es-catime tanto el suicidio de Hitler (aunque puede que haya una vo-luntad consciente por su parte al dejar ese momento fuera de cam-po, tanto de evitar cierto grado de compasión como de expresar su-tilmente la pervivencia de ese terrible "huevo de la serpiente" hoy en día) como la muerte final de esa escalofriante madre, en una deci-sión que choca de plano con la atroz secuencia anterior. Es com-prensible el enfado de Win Wenders en este sentido, ya que sin duda es algo abierto a discusión, pero no por el hecho de que eleve a condición de mito la figura de Hitler como pretende deducir Wen-ders, porque creo que el posicionamiento de Hirschbiegel sobre es-te tema resulta evidente a lo largo de todo el filme. Y con esto vuel-vo al principio, porque Hirschbiegel cierra la película con un arries-gado plano de la Traudl Junge real negando la más mínima posibi-lidad de excusa sobre su responsabilidad (y por extensión del pue-blo alemán) basada en la juventud o en la ignorancia sobre las atro-cidades cometidas por el régimen nazi. Habrá quien critique esta decisión porque puede chocar con la aparente neutralidad de los hechos mostrados hasta entonces, pero nada más lejos de la reali-dad. Si Hirschbiegel nos niega desde el principio la posibili-dad de identificación (y, por lo tanto, de escape) con la mirada de Traudl Junge es porque, en el fondo, esa neutralidad no existe y jamás debe confundirse con la minuciosa rigurosidad de los hechos mostrados, que demuestran bien a las claras el objetivo último de los responsables del filme: es un espejo nada deformante donde to-dos debemos obligarnos a vernos reflejados... y mirar al verdadero Mal de frente.
Quien esto escribe salió sobrecogido del cine y con una idea muy clara en la cabeza: ésta es una película de visionado imprescindi-ble, no ya por sus evidentes virtudes cinematográficas, sino como un testimonio necesario de aquellos días terribles y preciso retrato de quienes los protagonizaron. Pocas veces sale uno de la sala de cine con esta sensación de que la película, desde su ficción, sirve bien al propósito de representar de modo si no exacto sí muy fide-digno a lo que debió de acontecer entre aquellas paredes. Algo an-te lo que no debemos jamás esconder la vista.

Alexandra María Lara

Saturday, September 03, 2005

BEBIENDO CON DYLAN THOMAS EN NUEVA YORK

En el aeropuerto del Galeón, esperando abordar el moderno Constellation que me llevaría a Nueva York en más o menos veinte horas, un sujeto me preguntó por qué no iba, como él, a Europa, a París, en vez de perder mi tiempo en Estados Unidos. Había desdén en su voz. Los connaisseurs de nuestra burguesía aún no habían descubierto Manhattan. Era 1953, septiembre. "Times Square es igualita a la Rua Larga", dijo convencido.1 Y tal vez tuviera alguna razón; ambas eran sucias y pobladas por una plebe de tontos y gente muy pobre; en Río, miran las armas en los aparadores de las tiendas de caza y pesca, y en Manhattan los letreros luminosos de los cines y teatros. En las mañanas de los días hábiles, cientos de individuos de dientes cariados y ropa descolorida ocupaban las banquetas de la Rua Larga, caminando en el sentido de la avenida Rio Branco "como una enorme oruga". En Times Square, era por la noche cuando provincianos y burgueses y delincuentes se mezclaban en un ambiente rufianesco de quimera y violencia. Dos calles amenazadoras. Al llegar a Nueva York, me fui a vivir al Hotel Albert, que tenía la veleidad de llamarse The Albert. Estaba en una calle, University Place, cercana a Greenwich Village. Fue allí donde treinta años antes residió y escribió uno de sus libros Thomas Wolfe, adonde llegó venido de Harvard para enseñar en la Universidad de Nueva York. The Albert era un hotel en ruinas que todavía ostentaba algo de su antiguo esplendor. Las lámparas de cristal cortado hacían brillar los pasamanos de metal de sus escaleras, y los rojos tapetes agujerados le daban un aire decadente, pero grandioso y digno. Pasadas algunas noches, sin embargo, The Albert comenzó a parecerme siniestro. Las luces de mi enorme habitación eran débiles y, en la penumbra amarillenta, las cortinas y los muebles oscuros me entristecían. En aquel cuarto leí a Wolfe por primera vez. Uno de los porteros del hotel, un negro de cabellos blancos y una inofensiva afición a mentir, me aseguró que yo estaba en el mismo cuarto de Wolfe, y que él había visto al escritor trabajando —esto es, rasgando los papeles que escribía. "Writers are crazy people", dijo. El libro que Wolfe escribió en ese entonces fue Of Time and the River. Es la historia de un joven que sale de casa para estudiar en una universidad distante, esperando huir de los recuerdos de su infancia y convertirse en un gran escritor; sufre decepciones amorosas, viaja al extranjero y entonces esos recuerdos, que él pensaba haber borrado de su memoria, vuelven todos —nombres de ríos y accidentes geográficos, calles, colores, olores y sabores, los rostros de su familia. Movido por la nostalgia y reconciliado consigo mismo, el joven vuelve a casa. En The Albert sufrí de insomnio, lo que me llevó varias veces a salir por las calles, casi siempre rumbo a Washington Square, que quedaba cerca del hotel. Cubierto con un abrigo grueso, negro, que había comprado tan pronto como llegué, me acostaba en el círculo de cemento del centro del parque, con la cabeza apoyada en el borde que lo circunda, y me quedaba viendo al cielo, mirando el día rayar y al sol hacer refulgir las alamedas cubiertas de rojizas hojas otoñales, mientras unos vagabundos, hombres y mujeres, me pedían cigarros y me contaban sus desgracias, siempre con un hondo aliento de alcohol que ni el frío húmedo conseguía disipar. Antes de septiembre terminé mudándome y me fui a vivir, la primera de muchas veces, al Chelsea. El Hotel Chelsea estaba en la Calle 23, entre la Séptima y la Octava avenidas. Alguien lo tildó de "anomalía gótica victoriana", debido tal vez al tejado de pizarra, a las torres y balcones de hierro forjado. Construido en 1884, fue, desde aquella época, residencia de artistas y escritores. Fueron sus huéspedes permanentes Mark Twain, William Dean Howells, O. Henry, Edgard Lee Masters, James T. Farrel, Mary McCarthy, Virgil Thomson (el compositor), Brendam Benham, Nelson Algren, William Burroughs, Vladimir Nabokov, Gregory Corso, Arthur Miller, Julius Lester y otros, inclusive Wolfe, huésped en 1937 y 1938, probablemente evadido, como yo, del Albert. En el Chelsea, Wolfe terminó sus dos últimos libros, antes de viajar para Baltimore. Seguramente no existió hotel en este planeta donde hubieran residido tantos escritores importantes. Una investigación en los libros de registro del Chelsea revelaría aún a varios otros, no sólo americanos y europeos, sino también de otras partes del mundo. El edificio se consideraba monumento histórico de la ciudad, y su fachada ostentaba una placa de bronce con el nombre de algunos de sus ilustres ocupantes. Pasé a frecuentar el bar del Chelsea. (Después transformado en un restaurante español llamado Don Quijote, donde, por lo menos hasta 1977, se bebía buen vino y se comía una paella mediocre.) El bar estaba lleno de escritores y artistas, principalmente de teatro y de las artes visuales. Entre ellos se destacaba Dylan Thomas, tenido por uno de los más importantes poetas de su generación. Oriundo de Gales, publicó su primer libro, Eighteen poems, a los veinte años, y le fue reconocido enseguida como un trabajo de fuerte originalidad y talento. Dylan Thomas realizaba su cuarta tournée por Estados Unidos, y tenía una vez más un gran éxito, principalmente en Nueva York, por la manera violentamente emotiva con que leía sus poemas, y por la percepción penetrante con que trataba los temas del nacimiento y la muerte, la alegría, el dolor y la belleza. También era famoso por sus borracheras y groserías, que se perdonaban por ser él, como dijo uno de sus cronistas, John Brinnin, "el más puro poeta lírico del siglo veinte". Un día, estaba él recargado sobre la barra del bar y coincidió que quedáramos uno junto al otro. Dylan bebía cerveza y whisky, alternados. No me acuerdo de qué conversamos. Recuerdo sus ojos ligeramente desencajados, inteligentes, con la luz que sólo existe en la mirada de los poetas que se despiden de la vida. A lo blanco de la esclerótica lo cruzaban finas venas rojizas que parecían cambiar el color del iris. Su rostro era rollizo y vulnerable como un globo sin forma. La voz era levemente gutural, pero sin aristas, velada, aunque mostraba todas las tensiones de su mente. Los escritores alcohólicos son cosa común. Las conversaciones de borrachos no son para tomarse en serio. No le di importancia. Es así como los poetas más jóvenes tratan a los más viejos. Pero al llegar a mi cuarto, antes de dormir, escribí, en una carta:
El bar era oscuro y encerrado; Dylan bebía encogido, parecía temer que le pisaran los pies, que se rieran de él, sintiéndose viejo e hinchado: esas pequeñas cosas horribles que nos suceden a todos borrachos, cansados y tristes. ¿Dónde estaría la furia? ¿Dónde, la ira contra la luz que se oscurecía en este bar del hotel de la Calle 23? A su lado sentí el aliento del animal finalmente domesticado: parecía dispuesto a entrar en la noche plena y misericordiosa de la que habla en su poesía.
Durante la madrugada de ese día, una ambulancia vino a recoger a Dylan Thomas y lo llevó para morir en el hospital Saint Vicent. Era noviembre. Pronto llegó la nieve y no tardó mucho la ciudad en olvidar al poeta. ~
Rubem Fonseca

Incidente

INCIDENTE EN UNA BIBLIOTECA

Una muchacha rubia está inclinada sobre un poema. Con un lápiz tan
afilado como una lanceta, traslada las palabras a una página en blanco
y las transforma en rasgos, acentos, cesuras. Ahora el lamento de aquel
poeta caído parece una salamandra devorada por hormigas

Cuando lo cargamos bajo el fuego de la ametralladora, creí que su
cuerpo, tibio aún, resucitaría en la palabra. Ahora, al mirar la muerte
de sus palabras, sé que la putrefacción no tiene límites. Todo lo que
quedará de nosotros en la negra tierra serán sílabas dispersas. Acentos
sobre la nada y el polvo.

ZBIEGNEW HERBERT

Thursday, September 01, 2005

Benjamín Prado

La mujer seguía ocupándose de sus propios asuntos, detrás de la barra: poner unas flores violetas en un vaso vacío, tachar un número en un calendario con un rotulador azul, abrir la caja registradora y sacar de ella algo de color rojo. Se preguntó si todo aquello significaba algo, si una persona también es la suma de las cosas que toca, de los colores que elige. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, cuánto tiempo estuvo recordando la historia que, en cierto modo, hizo que ahora se encontrase en aquel lugar llamado Santa Lucía, en ese hotel que estaba al lado de la carretera; pero se había dado cuenta de que ella volvió a mirarle un par de veces con aquellos ojos parecidos al agua de la piscina abandonada, líquidos y profundos, que siempre aparentaban tasar lo que veían, medir su extensión, calcular su peso.
Mientras tanto, él pensaba en su vida, en la forma en que los años le habían ido alejando de la persona que le hubiera gustado ser, de aquel hombre que apenas podía recordar y que alguna vez soñó con lentos trenes que le llevasen a ciudades extrañas, con escribir novelas de detectives, con tener una mujer como aquella que se parecía a Lana Turner, que era capaz de mirarte con esos ojos verdes en los que te sentías como dos gatos muertos flotando en una piscina. Pensó en qué rápido sucedieron las cosas; en cómo cada conquista en el mundo real –un apartamento propio, un empleo seguro– era también una manera de estar un poco más lejos de sus sueños. Eso es lo que pensaba: qué poco había avanzado en comparación con todo lo que tuvo que dejar atrás; qué pequeñas eran las cosas que logró, al lado de las que había perdido.
Volvió otra vez a darse cuenta de la distancia que parecía existir entre él y lo que acababa de hacer aquella misma mañana, apenas tres o cuatro horas antes, cuando salió de la cafetería y cruzó la estación de autobuses, recordando casi una por una las palabras que había leído en el periódico: el crimen del bar Plaza Roja, las armas Smith & Wesson, el hombre encerrado en la cámara enfriadora… Después , sintió que era imposible volver a su casa, quedarse a solas con todo aquel miedo, y anduvo un rato al azar, sin rumbo por un par de calles todavía desiertas. Aún estaba mareado, le daba la sensación de andar por alquitrán caliente. Volvió a la cafetería de la tienda 24 horas, fue al lavabo y se quedó mirándose en el espejo: era otro hombre, vestido con su ropa; eso es lo que le pareció; tal vez tuviese el mismo aspecto, la misma forma de siempre, pero él ya no estaba allí. Se fijó en sus ojos, en aquel brillo extraño, aquella luz que iluminaba una parte de su interior que él no conocía.
Benjamín Prado, Alguien se acerca, Alfaguara