Thursday, September 01, 2005

Benjamín Prado

La mujer seguía ocupándose de sus propios asuntos, detrás de la barra: poner unas flores violetas en un vaso vacío, tachar un número en un calendario con un rotulador azul, abrir la caja registradora y sacar de ella algo de color rojo. Se preguntó si todo aquello significaba algo, si una persona también es la suma de las cosas que toca, de los colores que elige. No sabía cuánto tiempo llevaba allí, cuánto tiempo estuvo recordando la historia que, en cierto modo, hizo que ahora se encontrase en aquel lugar llamado Santa Lucía, en ese hotel que estaba al lado de la carretera; pero se había dado cuenta de que ella volvió a mirarle un par de veces con aquellos ojos parecidos al agua de la piscina abandonada, líquidos y profundos, que siempre aparentaban tasar lo que veían, medir su extensión, calcular su peso.
Mientras tanto, él pensaba en su vida, en la forma en que los años le habían ido alejando de la persona que le hubiera gustado ser, de aquel hombre que apenas podía recordar y que alguna vez soñó con lentos trenes que le llevasen a ciudades extrañas, con escribir novelas de detectives, con tener una mujer como aquella que se parecía a Lana Turner, que era capaz de mirarte con esos ojos verdes en los que te sentías como dos gatos muertos flotando en una piscina. Pensó en qué rápido sucedieron las cosas; en cómo cada conquista en el mundo real –un apartamento propio, un empleo seguro– era también una manera de estar un poco más lejos de sus sueños. Eso es lo que pensaba: qué poco había avanzado en comparación con todo lo que tuvo que dejar atrás; qué pequeñas eran las cosas que logró, al lado de las que había perdido.
Volvió otra vez a darse cuenta de la distancia que parecía existir entre él y lo que acababa de hacer aquella misma mañana, apenas tres o cuatro horas antes, cuando salió de la cafetería y cruzó la estación de autobuses, recordando casi una por una las palabras que había leído en el periódico: el crimen del bar Plaza Roja, las armas Smith & Wesson, el hombre encerrado en la cámara enfriadora… Después , sintió que era imposible volver a su casa, quedarse a solas con todo aquel miedo, y anduvo un rato al azar, sin rumbo por un par de calles todavía desiertas. Aún estaba mareado, le daba la sensación de andar por alquitrán caliente. Volvió a la cafetería de la tienda 24 horas, fue al lavabo y se quedó mirándose en el espejo: era otro hombre, vestido con su ropa; eso es lo que le pareció; tal vez tuviese el mismo aspecto, la misma forma de siempre, pero él ya no estaba allí. Se fijó en sus ojos, en aquel brillo extraño, aquella luz que iluminaba una parte de su interior que él no conocía.
Benjamín Prado, Alguien se acerca, Alfaguara

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