El extraño encanto de la muerte
EL EXTRAÑO ENCANTO DE LA MUERTE
“Aquí yace Moliere el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”
Epitafio en la tumba de Moliere
Hay imágenes que marcan cierta etapa de tu vida, que vuelven a ti, como una advertencia de las que hay cosas que te empiezas a dar cuenta y que después ya nada volverá a ser como antes. Recuerdo a un anciano caminar todos los días por la calle donde vivía, yo me preparaba para ir a la escuela y lo veía pasar, caminando trabajosamente frente a mi ventana. Era familiar de una vecina, y por oídas sabíamos que estaba de visita. A pesar de tener poco tiempo de verlo, me fui acostumbrando a su andar lento y su bastón tembloroso. Admiraba su constancia de levantarse temprano para caminar hasta la tienda y comprar pan o huevo. Un día ya no salió, pensé que había regresado a su hogar, después me enteré que había muerto. Esto de lo que hablo quizá no tenga demasiada relevancia, mucha gente muere todos los días. Sin embargo, esa muerte fue especial para mí, tenía alrededor de unos doce o trece años, a esa edad uno ya tiene conciencia de que la muerte es algo inevitable, como un reloj de arena que corre lentamente y que algún día estará vacío. Lo relevante era que yo no conocía a nadie que hubiera muerto, ni un familiar, ni un conocido, me consideraba afortunado de no tener que lidiar con tales cosas. Mi contacto con la muerte era lejano, y eso me mantenía en una burbuja, en un mundo artificial, que se vino a derrumbar con un anciano del que no conocía ni siquiera el nombre, una persona a la cual el único vínculo que me unía, era verla pasar por mi ventana. No sentía tristeza, ni alegría. La muerte del anciano, en vez de quitarme algo, me regaló un vacío que sabía nunca iba a desaparecer.
Dicen que el gran problema de la muerte no es ella, sino la actitud del hombre ante ese sueño irreversible, ese cerrar de ojos para siempre. En todas las culturas del mundo la muerte va acompañada de ritos funerarios, la mayoría de ellos bastante elaborados. Estos funcionan como un conjuro contra la muerte, una manera de disfrazar el temor ancestral ante lo inevitable. Para ilustrar la sobrevivencia del alma, la religión cristiana se ha valido de muchos recursos: las escrituras interpretadas como paraísos, infiernos, purgatorios, atroces castigos para los pecadores y la salvación para los fieles. La salvación es un punto fundamental en la doctrina cristiana, asegurar la vida eterna, una promesa jugosa que en la Edad Media se comercializaba con indulgencias. La promesa del evangelio era literal: el cuerpo volvería a ser carne. San Agustín afirmaba que “cada cabello caído durante la vida y cada uña cortada serán restituidos en su totalidad, aunque de modo invisible, en el nuevo cuerpo celestial”. La religión cristiana, es una religión de sobrevivencia.
Otro concepto acerca de la muerte es el que tiene el budismo. En este, no hay cabida para infiernos, ni paraísos dantescos. Es la reencarnación, la rueda de la vida (samsara) en ella la existencia es una escuela para aprender, las lecciones son duras, la muerte es sólo una transición, un nuevo nacimiento. Esta idea de la muerte como liberación puede llegar a ser tan tentadora que la naturaleza ha tomado sus precauciones y ha instalado en el hombre el miedo a morir como un enorme cerrojo, que impide que haya suicidios masivos de gente que trata de huir de las difíciles pruebas de la existencia.
El temor de la muerte tiene mucho que ver con su constante presencia, con verse reflejado en ella, en un espejo macabro. En la Edad Media, durante las pestes, la muerte era vista como un castigo divino al comportamiento pecador de la humanidad, era común que diezmara a más de la mitad de muchas poblaciones. En el Diario del año de la peste de Daniel Defoe, se narra cómo los muertos eran enterrados con rapidez, la gente quería deshacerse de ellos lo más pronto posible, incluso familiares abandonaban a sus parientes. Los encargados de sacar los cadáveres eran llamados “cuervos”, y se contaba historias terribles de ellos, que mezclaban gente moribunda con los muertos, y aprovechaban a robar en las casas donde eran llamados. Ante una amenaza constante que pendía sobre sus cabezas, la gente tomaba direcciones opuestas, desde los que seguían el consejo de los sacerdotes que recomendaban un total ascetismo, templanza y continuos rezos, hasta los que se entregaban a la bebida y el desenfreno puesto que ya nada importaba.
La muerte es efímera, llega con su guadaña y cercena vidas con rapidez; pero a pesar de su eficacia, no es perfecta, porque deja un gran problema: abandona un cuerpo vacío, unos ojos sin movimiento, relegado todo a una lenta descomposición. Deja una nota cruel e irónica de que somos materia y que a pesar de todos los avances tecnológicos seguimos sujetos a sus reglas. Entonces el hombre se enfrenta a tener que separar el concepto de alma y cuerpo; para el último adiós, a los muertos se les viste con elegancia, se les maquilla para que estén presentables, les juntan las manos en el pecho con los dedos entrelazados, como si fueran a rezar eternamente. Otro aspecto que ha olvidado la muerte dejándonos un envase vacío es el morbo que provoca, la contradictoria fascinación de ver el cuerpo humano en su estado más difícil de asimilar. Francisco González Crussi relata que a fines del siglo XIX, atrás de la afamada Catedral de Notre Dame, en París, se ubicaba la morgue municipal. Este recinto abría sus puertas a la multitud que se acercaba a contemplar la muerte de cerca. Era un verdadero espectáculo que llegaba a todas las clases sociales, y los mejores lugares siempre estaban peleados. Refiere: “Verdaderas multitudes de espectadores se apretujaban contra los cristales; se indignaban cuando las planchas estaban libres y no había muertos que contemplar; insultaban al encargado cuando, debido al gran número de asistentes, se les instaba a circular; vociferaban su enojo cada vez que, habiendo esperado mucho tiempo, llegaba la hora de cerrar. ¡Apenas lo dejan a uno ver!, ¡qué fastidio!, ¡siempre la mala organización!”.
La mirada obsesiva al cuerpo, ese no querer ver pero voltear continuamente a lo misterioso e indescifrable, aunque sea sólo un pequeño fragmento, un atisbo de lo que somos. No se puede negar la curiosidad humana, la gente que se amontona alrededor de un accidente es plena muestra de ello, los cementerios y las innumerables supersticiones que cobijan. Parecería que a la gente le gusta coquetear con la muerte. Ahora los noticieros se empeñan en mostrar más muertos en las pantallas, para elevar la audiencia, ante sucesos cada vez más triviales; le apuestan a la sensibilidad, a lo trágico. Pero ahora un cadáver televisivo se ha convertido en una imagen irreal, en un maniquí que cumple una función de escaparate. Ante la bombardeo constante de información llegan a diario noticias de muertos en accidentes de avión, en actos terroristas, en asaltos, pero en una sociedad cada vez más individualista, estos cuerpos sin vida nos son lejanos, nos afectan cada vez menos.
La muerte tiene muchas facetas, para mí el temor a la muerte no es a dónde voy a ir sino el miedo a una transición dolorosa, al sufrimiento, una despedida nada agradable. Dicen que la muerte más dulce es la que llega mientras se duerme, uno se interna en las tinieblas de los sueños para no volver a despertar. Me gustaría pensar que moriré dentro de muchos años, dormido, después de haber presenciado un buen partido de futbol y de haber tomado un buen gin tonic. Pero sé que sólo es un buen deseo, la muerte es impredecible y uno de sus encantos es que puede deparar muchas sorpresas: la noche anterior a su asesinato el emperador romano Julio César había cenado en casa de Emilio Lépido y en el transcurso de la velada la charla había tratado del tipo de muerte que cada cuál prefería. César declaró que la deseaba rápida e inesperada. Al día siguiente, acometido por todas partes por puñales desenvainados, se cubrió la cabeza con la toga estirando sus pliegues con la izquierda, y así, ante esa defensa inútil, fue atravesado por veintitrés puñaladas.
“Aquí yace Moliere el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”
Epitafio en la tumba de Moliere
Hay imágenes que marcan cierta etapa de tu vida, que vuelven a ti, como una advertencia de las que hay cosas que te empiezas a dar cuenta y que después ya nada volverá a ser como antes. Recuerdo a un anciano caminar todos los días por la calle donde vivía, yo me preparaba para ir a la escuela y lo veía pasar, caminando trabajosamente frente a mi ventana. Era familiar de una vecina, y por oídas sabíamos que estaba de visita. A pesar de tener poco tiempo de verlo, me fui acostumbrando a su andar lento y su bastón tembloroso. Admiraba su constancia de levantarse temprano para caminar hasta la tienda y comprar pan o huevo. Un día ya no salió, pensé que había regresado a su hogar, después me enteré que había muerto. Esto de lo que hablo quizá no tenga demasiada relevancia, mucha gente muere todos los días. Sin embargo, esa muerte fue especial para mí, tenía alrededor de unos doce o trece años, a esa edad uno ya tiene conciencia de que la muerte es algo inevitable, como un reloj de arena que corre lentamente y que algún día estará vacío. Lo relevante era que yo no conocía a nadie que hubiera muerto, ni un familiar, ni un conocido, me consideraba afortunado de no tener que lidiar con tales cosas. Mi contacto con la muerte era lejano, y eso me mantenía en una burbuja, en un mundo artificial, que se vino a derrumbar con un anciano del que no conocía ni siquiera el nombre, una persona a la cual el único vínculo que me unía, era verla pasar por mi ventana. No sentía tristeza, ni alegría. La muerte del anciano, en vez de quitarme algo, me regaló un vacío que sabía nunca iba a desaparecer.
Dicen que el gran problema de la muerte no es ella, sino la actitud del hombre ante ese sueño irreversible, ese cerrar de ojos para siempre. En todas las culturas del mundo la muerte va acompañada de ritos funerarios, la mayoría de ellos bastante elaborados. Estos funcionan como un conjuro contra la muerte, una manera de disfrazar el temor ancestral ante lo inevitable. Para ilustrar la sobrevivencia del alma, la religión cristiana se ha valido de muchos recursos: las escrituras interpretadas como paraísos, infiernos, purgatorios, atroces castigos para los pecadores y la salvación para los fieles. La salvación es un punto fundamental en la doctrina cristiana, asegurar la vida eterna, una promesa jugosa que en la Edad Media se comercializaba con indulgencias. La promesa del evangelio era literal: el cuerpo volvería a ser carne. San Agustín afirmaba que “cada cabello caído durante la vida y cada uña cortada serán restituidos en su totalidad, aunque de modo invisible, en el nuevo cuerpo celestial”. La religión cristiana, es una religión de sobrevivencia.
Otro concepto acerca de la muerte es el que tiene el budismo. En este, no hay cabida para infiernos, ni paraísos dantescos. Es la reencarnación, la rueda de la vida (samsara) en ella la existencia es una escuela para aprender, las lecciones son duras, la muerte es sólo una transición, un nuevo nacimiento. Esta idea de la muerte como liberación puede llegar a ser tan tentadora que la naturaleza ha tomado sus precauciones y ha instalado en el hombre el miedo a morir como un enorme cerrojo, que impide que haya suicidios masivos de gente que trata de huir de las difíciles pruebas de la existencia.
El temor de la muerte tiene mucho que ver con su constante presencia, con verse reflejado en ella, en un espejo macabro. En la Edad Media, durante las pestes, la muerte era vista como un castigo divino al comportamiento pecador de la humanidad, era común que diezmara a más de la mitad de muchas poblaciones. En el Diario del año de la peste de Daniel Defoe, se narra cómo los muertos eran enterrados con rapidez, la gente quería deshacerse de ellos lo más pronto posible, incluso familiares abandonaban a sus parientes. Los encargados de sacar los cadáveres eran llamados “cuervos”, y se contaba historias terribles de ellos, que mezclaban gente moribunda con los muertos, y aprovechaban a robar en las casas donde eran llamados. Ante una amenaza constante que pendía sobre sus cabezas, la gente tomaba direcciones opuestas, desde los que seguían el consejo de los sacerdotes que recomendaban un total ascetismo, templanza y continuos rezos, hasta los que se entregaban a la bebida y el desenfreno puesto que ya nada importaba.
La muerte es efímera, llega con su guadaña y cercena vidas con rapidez; pero a pesar de su eficacia, no es perfecta, porque deja un gran problema: abandona un cuerpo vacío, unos ojos sin movimiento, relegado todo a una lenta descomposición. Deja una nota cruel e irónica de que somos materia y que a pesar de todos los avances tecnológicos seguimos sujetos a sus reglas. Entonces el hombre se enfrenta a tener que separar el concepto de alma y cuerpo; para el último adiós, a los muertos se les viste con elegancia, se les maquilla para que estén presentables, les juntan las manos en el pecho con los dedos entrelazados, como si fueran a rezar eternamente. Otro aspecto que ha olvidado la muerte dejándonos un envase vacío es el morbo que provoca, la contradictoria fascinación de ver el cuerpo humano en su estado más difícil de asimilar. Francisco González Crussi relata que a fines del siglo XIX, atrás de la afamada Catedral de Notre Dame, en París, se ubicaba la morgue municipal. Este recinto abría sus puertas a la multitud que se acercaba a contemplar la muerte de cerca. Era un verdadero espectáculo que llegaba a todas las clases sociales, y los mejores lugares siempre estaban peleados. Refiere: “Verdaderas multitudes de espectadores se apretujaban contra los cristales; se indignaban cuando las planchas estaban libres y no había muertos que contemplar; insultaban al encargado cuando, debido al gran número de asistentes, se les instaba a circular; vociferaban su enojo cada vez que, habiendo esperado mucho tiempo, llegaba la hora de cerrar. ¡Apenas lo dejan a uno ver!, ¡qué fastidio!, ¡siempre la mala organización!”.
La mirada obsesiva al cuerpo, ese no querer ver pero voltear continuamente a lo misterioso e indescifrable, aunque sea sólo un pequeño fragmento, un atisbo de lo que somos. No se puede negar la curiosidad humana, la gente que se amontona alrededor de un accidente es plena muestra de ello, los cementerios y las innumerables supersticiones que cobijan. Parecería que a la gente le gusta coquetear con la muerte. Ahora los noticieros se empeñan en mostrar más muertos en las pantallas, para elevar la audiencia, ante sucesos cada vez más triviales; le apuestan a la sensibilidad, a lo trágico. Pero ahora un cadáver televisivo se ha convertido en una imagen irreal, en un maniquí que cumple una función de escaparate. Ante la bombardeo constante de información llegan a diario noticias de muertos en accidentes de avión, en actos terroristas, en asaltos, pero en una sociedad cada vez más individualista, estos cuerpos sin vida nos son lejanos, nos afectan cada vez menos.
La muerte tiene muchas facetas, para mí el temor a la muerte no es a dónde voy a ir sino el miedo a una transición dolorosa, al sufrimiento, una despedida nada agradable. Dicen que la muerte más dulce es la que llega mientras se duerme, uno se interna en las tinieblas de los sueños para no volver a despertar. Me gustaría pensar que moriré dentro de muchos años, dormido, después de haber presenciado un buen partido de futbol y de haber tomado un buen gin tonic. Pero sé que sólo es un buen deseo, la muerte es impredecible y uno de sus encantos es que puede deparar muchas sorpresas: la noche anterior a su asesinato el emperador romano Julio César había cenado en casa de Emilio Lépido y en el transcurso de la velada la charla había tratado del tipo de muerte que cada cuál prefería. César declaró que la deseaba rápida e inesperada. Al día siguiente, acometido por todas partes por puñales desenvainados, se cubrió la cabeza con la toga estirando sus pliegues con la izquierda, y así, ante esa defensa inútil, fue atravesado por veintitrés puñaladas.
Alejandro Badillo
2 Comments:
Mi estimado caballero, excelente mensaje. Y sí, en verdad a lo que se le teme, es a la manera en que el cuerpo quedará vacío, lo que seguirá después de cerrar los ojos. No puedo evitar recordar, de nueva cuenta y por enésima vez, al gurú de la literatura, Alejandro Meneses. No me gusta imaginármelo esperando a que lo descubran, con los anteojos sobre lanariz, ¿qué posición guardaría? ¿Qué habrá sentido?
Es algo que nunca se podrá saber hasta que llega; pero cada caso es diferente.
Como dices, a mí también me gustaría morir entre sueños, de una maera pacífica, sin que ninguna enfermedad me haya acuchillado desde antes, de a poco. Es terrible ver cómo el cuerpo se va haciendo nada, va disminuyendo la fuerza, las facultades, para después terminar de pronto, con algo que frena la respiración.
Un saludo, caballero, y has logrado volverme a poner en medio de la melancolía.
Oh la muerte... ser o no ser. Vaya dilema, subiré otros ensayos. Acuérdate: "más mató el cavilar que el embriagarse y trasnochar" de el canillitas del gran Artemio del Valle-Arizpe.
Abur
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