Lilith y la lluvia (Fragmento)
"Guardo la carta de Lilith, saco una hoja en blanco y escribo: “Por favor, no te vayas”. La dejo en el escritorio, cruzo habitaciones, voy a la única ventana que da a la calle: los contornos de las casas desaparecen y sin saber por qué imagino nieve cayendo en la calle. En la tienda de enfrente un hombre bosteza; las lámparas de la calle se iluminan, regalan vidas lentas a los grupos de ancianas que aprietan los labios mientras calculan con sus bastones la profundidad de los charcos. Mi impaciencia hace que vea a Lilith merodeando por el escritorio, respondiendo a mi súplica con un “No te preocupes, nunca podría dejarte”. Las tejas de la casa descuelgan los últimos goteos de la tarde, un olor a tierra mojada se extiende por el piso. “Ciudad lluvia” murmuro y recuerdo las palabras de Lilith cuando descubrió a la ciudad sometida a una lluvia intermitente, casi polvo:
–Una ciudad sumergida, ciudad lluvia... en poco tiempo las personas comenzarán a boquear como peces.
Los dos, en la azotea, bajo el amparo de enormes paraguas, bebíamos limonadas mientras la tarde parecía caerse en pedazos.
–Tal vez sea la forma en que la ciudad respire, una especie de metabolismo –le dije.
Lilith sonrió ante mi solemnidad. Puso un dedo en mis labios dejando que ese momento, íntimo, se volviera un recuerdo de agua. Dejo la ventana, me pongo un impermeable y bajo las escaleras. Rescato del refrigerador un trozo de queso y mordisqueándolo salgo de la casa. Voy a la cerca en busca de la bicicleta roja: montado en ella, mi padre afirmaba haber cruzado la desolación amarilla del Kalahari. La encuentro junto a una Madreselva, aparto ramas que en las noches, atraídas por la herrumbre, se enredan en el manubrio. Los ojos vacíos de un angelito de piedra me ven abrir la cerca. Varios relámpagos ocurren en un mundo lejano. Cada pedaleo me aleja de la casa: descubro calles idénticas, perros muertos hace mucho tiempo y que olfatean en los postes restos de su antigua vida. Cuando era niño pensaba que la ciudad crecía con la lluvia. Nuevas personas, nuevas casas, retoñaban todos los días; los charcos por los que ahora rueda la bicicleta cultivaban diminutos organismos multicolores, cuya única función era celebrar bailes íntimos y ceremoniosos. Doy vuelta y encuentro una calle repleta de cafés. Alguien cuenta entre risas la historia de un suicida, la tragedia de un montón de besos lanzados al aire. Miro la luz desprendida de los faroles; alzo las manos, cierro los ojos para que la humedad del aire sea la que hable y me diga dónde está el truco, la procedencia de los hombres que, de la nada, comienzan a tomar forma en las sillas. Aparecen rostros iguales, dedos largos envejecidos por uñas amarillas. Me miran en silencio, estiran los cuellos como si temieran naufragar en sus largos gabanes azules. Abandono la bicicleta al abrazo de una enredadera. Camino entre las mesas con los brazos extendidos, como un ciego que de pronto se siente rodeado por objetos extraños, de bordes quemantes. En la entrada del café un cartel anuncia el último día de verano, el arribo de una nube, la más larga y fría de los últimos meses..."
–Una ciudad sumergida, ciudad lluvia... en poco tiempo las personas comenzarán a boquear como peces.
Los dos, en la azotea, bajo el amparo de enormes paraguas, bebíamos limonadas mientras la tarde parecía caerse en pedazos.
–Tal vez sea la forma en que la ciudad respire, una especie de metabolismo –le dije.
Lilith sonrió ante mi solemnidad. Puso un dedo en mis labios dejando que ese momento, íntimo, se volviera un recuerdo de agua. Dejo la ventana, me pongo un impermeable y bajo las escaleras. Rescato del refrigerador un trozo de queso y mordisqueándolo salgo de la casa. Voy a la cerca en busca de la bicicleta roja: montado en ella, mi padre afirmaba haber cruzado la desolación amarilla del Kalahari. La encuentro junto a una Madreselva, aparto ramas que en las noches, atraídas por la herrumbre, se enredan en el manubrio. Los ojos vacíos de un angelito de piedra me ven abrir la cerca. Varios relámpagos ocurren en un mundo lejano. Cada pedaleo me aleja de la casa: descubro calles idénticas, perros muertos hace mucho tiempo y que olfatean en los postes restos de su antigua vida. Cuando era niño pensaba que la ciudad crecía con la lluvia. Nuevas personas, nuevas casas, retoñaban todos los días; los charcos por los que ahora rueda la bicicleta cultivaban diminutos organismos multicolores, cuya única función era celebrar bailes íntimos y ceremoniosos. Doy vuelta y encuentro una calle repleta de cafés. Alguien cuenta entre risas la historia de un suicida, la tragedia de un montón de besos lanzados al aire. Miro la luz desprendida de los faroles; alzo las manos, cierro los ojos para que la humedad del aire sea la que hable y me diga dónde está el truco, la procedencia de los hombres que, de la nada, comienzan a tomar forma en las sillas. Aparecen rostros iguales, dedos largos envejecidos por uñas amarillas. Me miran en silencio, estiran los cuellos como si temieran naufragar en sus largos gabanes azules. Abandono la bicicleta al abrazo de una enredadera. Camino entre las mesas con los brazos extendidos, como un ciego que de pronto se siente rodeado por objetos extraños, de bordes quemantes. En la entrada del café un cartel anuncia el último día de verano, el arribo de una nube, la más larga y fría de los últimos meses..."
ALEJANDRO BADILLO
2 Comments:
Hola! tu blog también está bueno, así que desde Argentina, lo estaré leyendo ! Sigamos además , siendo fans de Cortázar, un genio el hombre.
Saludos
Excelente porción de la novela. Como buena fan, quiero ver más.
Un saludo y seguiré leyéndote, mi estimado caballero.
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