Friday, November 10, 2006

Lilith

La mirada del viejo pierde brillantez y gana dureza. Lilith aún está junto a él, removiendo alguna desgracia que lo hace lagrimear. Sorbo el café. Vista a través de la información de Lilith –contada por boca del viejo– la historia de mi padre parece lógica, invita a pensar en un juego al principio inocente, pero que pronto derivó en una tiranía, una simbiosis que terminó con la muerte del más débil. Lilith es un demonio que se alimenta de soledades y que por eso las busca hacer más profundas. El viejo espanta la tristeza con un bostezo. La lluvia ha reblandecido algunas vigas del techo y ahora, en un rincón del café, varias gotas humedecen el mantel de una mesa. Afuera, los hombres caminan en círculos, algunos lloran.
–Conozco a Lilith, pero no es la que Usted describe –le digo al viejo obligándolo a emerger de su sopor.
–Lilith no existe –junta las manos, parpadea –la gente de aquí cree que se aparece en las noches, pero son sólo supercherías.
Un poco de sal se extiende en el interior de mi boca, hace que comparta la vejez del hombre, su derrota alimentada por años de sonambulismo, por cientos de esperanzas tiradas al suelo y que él trata de ignorar improvisando sonrisas, gestos mecánicos diluidos en arrugas, manchas circulares en la piel.
–Existe para quienes creen en ella, como todo –finalizo mientras doy el último sorbo al café. Las campanas de la iglesia tocan diez veces.
–Nunca le había dicho esto a nadie... pero ¿sabe qué?, creo que me estoy volviendo loco.
El viejo termina la frase y ríe, celebra su locura como si fuera su tesoro, la razón por la cual está tras la barra todos los días.
–¿Cuánto le debo? –pregunto con la certeza
–Por la historia no es nada, lo del café son diez pesos.
Dejo una moneda y me levanto.
–Nos vemos.
–Hasta luego Señor López –dice el viejo haciendo un reverencia.

Salgo. Los hombres están de pie, inmóviles, mirando las copas de los árboles. La escasa luz revela su procedencia: árboles extraídos de un sueño, vueltos aire al primer rayo de sol. Libero la bicicleta de la enredadera y pedaleo. El camino de regreso parece diferente, un laberinto reproducido en algún punto de mi cerebro. La muerte está en todos lados: en el gris que se derrama en el cielo, en la gente que, acostada en su cama, imagina vidas distintas. Mientras me acerco a la casa nace un odio particular hacia mi padre, no un odio compuesto de rabia, sino un odio contenido, con rastros de dulzura que me alejan de él pero que al mismo tiempo reafirman el lazo que nos une, la historia compartida que comienzo a asumir pero que a la vez pesa demasiado, empuja mi cuerpo en un mar de historias falsas. Pedaleo. Cada respiración expande las calles, los ojos de los gatos que . Dejo la bicicleta en la reja. En la puerta, un par de luciérnagas intercambian señales luminosas: un cortejo que siempre termina en el fracaso, con el macho exhausto, arrastrándose en el piso, y con la hembra sumergida en los reflejos que crea el foco. Entro a la casa, a la noche interior que flota entre los muebles. Miro la pecera, al buzo de plástico que antes lanzaba una columna de burbujas y que ahora está rodeado por un mar de piedras redondas, con vestigios de mar azul en sus cantos. Subo las escaleras. En la biblioteca encuentro mi súplica intacta, aunque un examen más detenido revela líneas secretas, casi imperceptibles, que invaden el interior de las letras. Atrás de la hoja hay un recado de Lilith: “No te preocupes, nunca podría dejarte. Te dejo un libro para que te entretengas: está en el segundo cajón de la izquierda” Encuentro un libro de tapas doradas, lo abro y empiezo a leer.

Alejandro Badillo

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