Naufragio Parte III
Nos despertamos temprano para ir a la costa. Al llegar a las cercanías del campamento vimos que el hombre aún seguía dormido bajo la sombra improvisada de su tienda. Tenía las manos junto a su pecho, los párpados apacibles, concentrados en un punto difuso de su sueño. Esperamos con paciencia a que despertara. No pasó mucho tiempo porque el hambre arreciaba y la sed era un abismo que activaba células, músculos, nervios. Abrió los ojos y se puso de pie con dificultad. Se quitó las botas y fue al encuentro de la marea. El vaivén, la espuma que dejaba entre sus pies racimos de luz, le dieron tranquilidad y bañó su cara, los brazos, el pecho. Terminada la operación, permaneció de frente al mar, aferrado en seguir los restos del naufragio, pedazos de madera que aún sobrevivían y que recordaban los huesos desperdigados de una ballena. Y por un momento, cuando alzó la mirada y saltó y agitó los brazos buscando el amparo de un barco que no existía, alguien dijo que su necesidad no era de hombres, ni de volver a caminar en calles quietas y blancas, sino era el miedo el que lo motivaba, el que le hacía conservar en los labios el silencio, registrar con minucia sus dolores, darse cuenta que él mismo se estorbaba. Se derrumbó en la arena, derrotado por el sol, cansado de que el azul se tragara sus gritos. Cerró los ojos para evitar la sensación de infinito, la distorsión en el tiempo que provocaban las nubes; el odio que sentía hacia el continuo parloteo de los pelícanos, apenas interrumpido por breves peleas, apareamientos.
Alejandro Badillo
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