Thursday, September 25, 2008

Ritual


En el silencio se adivinaba el fresco nocturno. El fresco daba vigor al anciano: menos turbia su alma, más nítida su silueta. El anciano encorvó la espalda; sus dedos, animales umbríos, desmenuzaban el pan. Pronto hubo manchas, migajas como anzuelos, dispersas en las sillas, entre los platos, sobre la mesa. El anciano fue a la alacena, sacó un bote plateado. Lo abrió con dificultad. Echó dos cucharadas de café en la taza. El agua, turbia de pronto, comenzó a arremolinarse. En poco tiempo estuvo serena y humeando. Sobre la mesa algunas moronas alineadas, como en un juego de damas chinas. La niña las miraba con atención: en su mente eran animales de vida lenta. El anciano sonrió. Sorbió con deleite su café. Cuando sonreía una enfermedad apacible le moldeaba la cara. Ya no había rastros de la tarde. La orilla de la noche entraba a la casa, comenzaba a ahogar floreros, una olvidada figura de cerámica. El sonido de los camiones en la carretera rompía, a intervalos, el silencio; lo hacía más pesado, profundo. Pronto ya no habría más ruido en la carretera. Sólo el viento, el tenaz aullido de los perros. El anciano sopló el humo que brotaba de su taza, lo miró elevarse, inestable, como a una cargada nube de lluvia. La niña miró el humo y le dijo:
-¿Va a llover?
(Inédito)

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