UNA HABITACIÓN DE HOTEL
Llegó al hotel con la imagen de varias cerezas arracimadas sobre la mesa de luz. Dejó las maletas. Respiró con tranquilidad. Lejos de casa le divertía ignorar los nombres de las calles, las revistas en los escaparates. Para ella una columna de luz o un mono paseándose impune en el quicio de la ventana eran, esencialmente, lo mismo. Reconoció a primera vista la azucena de cortesía sobre la almohada. Volteó a su derecha: era tan fácil identificar el color de las paredes, relacionarlo con algún recuerdo de la infancia, el lago donde echaba las redes el astuto pescador que años más tarde le regalaría una fotografía donde su rostro aparecía borroso, desdibujado en una lluvia de avena. Abrió la ventana y sintió una vaga desilusión al no descubrir al pertinaz mono. Atrás de la pequeña arboleda podía ver una plaza, ancianos impecables y astutos, algunos coronados por la vida, otros por la ceguera. El aleteo de las palomas era suficiente para ocupar el pensamiento, sin embargo, una mujer, de constitución muy fina, parecida a la sal o a la seda, compró un globo y ejecutó una pirueta. La habitación parecía retenerla, la puerta no invitaba a salir sino a cerrarla con llave. Después de abandonar la ventana se preguntó: ¿Había regresado al origen? ¿El sonido de sus tacones en la madera era similar al de años antes, cuando jugaba a ponerse la ropa de su madre? Tuvo como respuesta un principio de asombro, la figura que constantemente dibujaban sus dedos. Fue a la sala, evaluó el tamaño de los cojines, tomó nota de su peso, hundió los nudillos para probar su consistencia.
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