Sobre Jauría o la cofradía de los miniaturistas
Alguna vez escribió Julio Torri una sentencia que fue antologada en las páginas de la extinta revista “El cuento” Cito el microrelato “Dos peligros del poema en prosa: ser una simpleza o un chascarrillo de almanaque. Elabóralo pacientemente con trabajo concienzudo y ponle un feliz remate, a modo de aguijón”. Me vino a la mente esta sabia sentencia al leer la ficción breve, contenida en distintas razas caninas, que conforman “Jauría” el segundo libro de Fernando Sánchez Clelo, porque creo que más que definir los peligros del poema en prosa, la sentencia de Torri define precisamente la delgada línea en que se mueve el microrelato, señala el desafío que tiene el ejecutante de lo breve para evitar que su arte se desbarranque en simples golpes de ingenio, claudique ante una sorpresa fácil que se olvidan al dar vuelta a la página. La ficción breve, como toda literatura, debe dar una dimensión extra a las palabras, crear imágenes, retratar la vida. El microrelatista debe modelar con cuidado sus historias porque, si en un buen cuento no hay espacio para gratuidades, en un espacio menor cada palabra mal usada rechina, salta a la vista como un engranaje que no ajusta bien en el complejo mecanismo del que forma parte. Así, los artificios para llevar a buen término un microrelato, son los mismos que para otros géneros, sólo que llevados al extremo de la precisión, a veces usados en una trampa diseñada con compás y regla, lista para que el lector llegue a la última línea y en vez de sentirse embaucado desee regresar al punto de partida para deslizarse por ese tobogán de palabras y sentir que puede arrancarles nuevos significados Podemos ver al microescritor, con su vocación de relojero, podar palabras, ajustar el ritmo de la puntuación, hacer enroques con el título para que, al final de la jornada, dormir con la tranquilidad de haber dejado sobre la mesa de trabajo un manojo de palabras, perfectamente pulidas casi como un taza de café bien concentrada o como un bonsái brillante.
II
La Jauría de Sánchez Clelo funciona en muchas de sus razas por la ironía. Tomando en cuenta los antiguos preceptos del cuento, se vale de la receta de un rapidísimo, planteamiento-desarrollo-nudo-conclusión, para conducir al lector hasta la sorpresa final, las últimas dos o tres palabras que descorren el velo y dejan un remate certero, el que se necesita para dejar en libertad el asombro. Mitos griegos como Ciclópeo o Atracción entran en este registro. En otras historias el final no es sorpresivo y Sánchez Clelo basa su apuesta en fabricar instantáneas, viñetas que transcurren en imágenes: la desintegración de Dios en el big bang del texto “Agonía”, el héroe que crea la ignorancia de la historia en “Semblanza”; microhistorias que van de lo violento a lo erótico, de la búsqueda de lo divino a los avatares de la vida diaria. Quizá el elemento en común de ésta reunión de canes, y retomando del Adagio del viejo maestro torri –otro cultivador de lo mínimo- sea el aguijón que dejan en el lector, la punzada que se clava para inyectar saludables dosis de preguntas, ironías, humor, poesía.
III
En estos tiempos tumultuosos, donde la moneda de cambio es la velocidad, donde nos movemos en una perenne virtualidad y tenemos la sensación de estar siempre bordeando la superficie de la vida, Jauría nos recuerda que lo breve no lleva implícita la fugacidad, que a veces decir menos es abarcar otros ámbitos, quizá desconocidos u olvidados por los que piensan que la literatura sólo tiene cabida en muchas páginas. Bienvenida pues está conjura de canes, que no sé porqué no fueron Chihuahueños y pequineses, y a la cofradía de miniaturistas que poco a poco va cobrando fuerza en las páginas de la literatura mexicana.
Alejandro Badillo
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