EL ORIGEN DE TONY CURTIS
"Cuando rechina la puerta y el brazo del enfermero lo obliga a entrar al consultorio, Pupi abre lentamente los ojos, sus párpados dejan la cautividad del sueño y reciben la primera luz del día.
Pupi examina el lugar en que se encuentra. Las persianas cerradas crean una penumbra imposible a esa hora, pasea la mirada por las hendiduras profundas del sillón de piel; en una pecera redonda, un pez dorado, de ojos saltones, desplaza su gordura por la cortina de burbujas que emergen de su boca y que llegan en forma de espuma a la superficie. Indeciso sobre la actitud que debe tomar, Pupi se limita a quedarse parado, como un soldado nervioso en espera de su primera misión. Gira el cuello. En la pared, un mapamundi antiguo muestra en el Mare Pacificum un barco sometido al ataque furioso de un monstruo marino. La luz que se cuela por las rendijas de las persianas le da movimiento al mar, hace impreciso el borde de los continentes. El enfermero acerca una silla. Sin necesidad de instrucciones Pupi se sienta. Clava los ojos en la máquina eléctrica: llaman su atención las teclas negras, la palanca metálica que hace girar el rodillo. El sonido de agua corriendo por las tuberías distrae a Pupi. Al lado derecho, una pequeña puerta se abre, aparece la figura del doctor secando sus manos con una toalla.
–¿Cómo estás? –pregunta mientras inclina el cuerpo para sentarse. Las ruedas del sillón rechinan, el pez explora con curiosidad las valvas rosadas de una ostra de plástico.
Pupi no sabe qué responder y se limita a observar el cristal color humo que cubre la mesa y que por instantes refleja el apergaminado rostro del doctor. Se siente acorralado y trata de hundirse en su silla, desaparecer para siempre en las tierras ignotas del mapamundi que ahora permanecen quietas en la penumbra. El doctor suspira.
–Siempre tímido... ¿no es así?
Abre un cajón. Con los dedos recorre hábilmente las hojas que abultan un fólder tamaño oficio. Al llegar al archivo correcto detiene su búsqueda, saca del bolsillo de la bata unos lentes. Pupi mueve impaciente los pies mientras el doctor murmura el contenido de la hoja.
–Trataste de morder a la enfermera Doris... –dice al llegar a la anotación del día anterior; el tono serio de su voz no evita que un ligero toque paternal suavice el final de la última palabra.
Pupi tartamudea. Mira al enfermero tratando que lo ayude a explicarse pero éste permanece inexpresivo, parado como estatua al lado de la puerta. El doctor malabarea entre sus dedos una pluma escurridiza; apresándola al fin entre el pulgar y el índice, escribe algo en el documento. Un instante de luz parpadea en el consultorio, hace brillar las escamas del pez. El doctor cierra el fólder, se levanta, destapa un frasco y esparce generosamente su contenido en la pecera. El agua se enturbia, las aletas largas y vaporosas se revuelven en el polvo fino que flota a la deriva. Pupi se asusta, imagina que el pez agoniza en movimientos lentísimos, exasperantes. Sin reparar en la reacción que ocasiona en su paciente, el doctor le dice:
–¿Ya conoces a Tony Curtis? Es un viejo solitario como yo. Se ha comido todos los peces que le he puesto. Pupi asiente tímidamente mientras contempla en la pared el diploma donde el doctor –muy joven, de patillas largas, vestido con un traje de solapas anchas– ostenta la pose orgullosa de un recién graduado. Apenas unos centímetros abajo, un pequeño reconocimiento proclama con grandes letras doradas: “Para Tony Curtis, el mejor pez del mundo”.
Pupi examina el lugar en que se encuentra. Las persianas cerradas crean una penumbra imposible a esa hora, pasea la mirada por las hendiduras profundas del sillón de piel; en una pecera redonda, un pez dorado, de ojos saltones, desplaza su gordura por la cortina de burbujas que emergen de su boca y que llegan en forma de espuma a la superficie. Indeciso sobre la actitud que debe tomar, Pupi se limita a quedarse parado, como un soldado nervioso en espera de su primera misión. Gira el cuello. En la pared, un mapamundi antiguo muestra en el Mare Pacificum un barco sometido al ataque furioso de un monstruo marino. La luz que se cuela por las rendijas de las persianas le da movimiento al mar, hace impreciso el borde de los continentes. El enfermero acerca una silla. Sin necesidad de instrucciones Pupi se sienta. Clava los ojos en la máquina eléctrica: llaman su atención las teclas negras, la palanca metálica que hace girar el rodillo. El sonido de agua corriendo por las tuberías distrae a Pupi. Al lado derecho, una pequeña puerta se abre, aparece la figura del doctor secando sus manos con una toalla.
–¿Cómo estás? –pregunta mientras inclina el cuerpo para sentarse. Las ruedas del sillón rechinan, el pez explora con curiosidad las valvas rosadas de una ostra de plástico.
Pupi no sabe qué responder y se limita a observar el cristal color humo que cubre la mesa y que por instantes refleja el apergaminado rostro del doctor. Se siente acorralado y trata de hundirse en su silla, desaparecer para siempre en las tierras ignotas del mapamundi que ahora permanecen quietas en la penumbra. El doctor suspira.
–Siempre tímido... ¿no es así?
Abre un cajón. Con los dedos recorre hábilmente las hojas que abultan un fólder tamaño oficio. Al llegar al archivo correcto detiene su búsqueda, saca del bolsillo de la bata unos lentes. Pupi mueve impaciente los pies mientras el doctor murmura el contenido de la hoja.
–Trataste de morder a la enfermera Doris... –dice al llegar a la anotación del día anterior; el tono serio de su voz no evita que un ligero toque paternal suavice el final de la última palabra.
Pupi tartamudea. Mira al enfermero tratando que lo ayude a explicarse pero éste permanece inexpresivo, parado como estatua al lado de la puerta. El doctor malabarea entre sus dedos una pluma escurridiza; apresándola al fin entre el pulgar y el índice, escribe algo en el documento. Un instante de luz parpadea en el consultorio, hace brillar las escamas del pez. El doctor cierra el fólder, se levanta, destapa un frasco y esparce generosamente su contenido en la pecera. El agua se enturbia, las aletas largas y vaporosas se revuelven en el polvo fino que flota a la deriva. Pupi se asusta, imagina que el pez agoniza en movimientos lentísimos, exasperantes. Sin reparar en la reacción que ocasiona en su paciente, el doctor le dice:
–¿Ya conoces a Tony Curtis? Es un viejo solitario como yo. Se ha comido todos los peces que le he puesto. Pupi asiente tímidamente mientras contempla en la pared el diploma donde el doctor –muy joven, de patillas largas, vestido con un traje de solapas anchas– ostenta la pose orgullosa de un recién graduado. Apenas unos centímetros abajo, un pequeño reconocimiento proclama con grandes letras doradas: “Para Tony Curtis, el mejor pez del mundo”.
1 Comments:
Buen fragmento, mi estimado. ya conozco ese cuento.
Salud!!!! Y habrá que hacer algo con la Quija o una sesión espiritista, para que nos de suerte. Ya nos quitaron el Julio Torri. :(
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