Wednesday, March 08, 2006

LA TRISTEZA Y LOS GATOS

"Imaginabas al gato como funámbulo en la barda cuando tocaron la puerta. La noción de un nuevo encuentro te iluminó los ojos, aunque no evitabas la sospecha de un nuevo engaño. Escéptica, cruzaste la sala, pero tu deseo era incontrolable, crecía de tal forma que cuando detuviste tus pasos estabas segura de él, de su mano en espera, que devolvía los nudillos a las palmas abiertas para después ir a la orilla del sombrero, como si afinara la parte final de un saludo. Preguntaste quién era. No hubo respuesta. De puntas viste por la mirilla el abandono del edificio, las hojas encorvadas de una planta sin dueño. Ibas a volver cuando la duda se hizo más fuerte ¿Habían tocado o era sólo el presentimiento de alguien ahí? Las repercusiones de la equivocación se presentaron tentadoras y llegaron a tu mente con un leve matiz de vacío. ¿Por qué no ir más allá? Decidiste apostar a la invención y, después de unos segundos, la figura en la mirilla se fue haciendo más nítida. Sonreíste al asombro y a la travesura, a la consistencia que adquiría la piel morena y a las líneas que flotaban sobre ella, definidas en mayor parte por la humedad de los ojos grises. Aguardaste unos segundos para reafirmar tu mentira y abrir la puerta. Un momento de indecisión, producto de un pasillo vacío, amenazó con echar abajo tu fantasía: forzaste la vista y sólo así dejó verse, apenado en el quicio de la puerta, esperando tu invitación a pasar. La luz dividía su rostro, delineaba los labios apretados, pacientes de cualquier iniciativa tuya. No hubo más opción que engrosar la voz y ponerla en su boca: “Disculpe, acabo de mudarme al departamento de al lado. Soy nuevo en la ciudad”. Era tu turno y respondiste con palabras tranquilizadoras, que impidieran su inmediata desaparición. Hechas las presentaciones, era lógico pensar en el primer paso del hombre, el principio de un deambular que lo llevaría a la mancha de sombra, junto a la mesa de centro. Nuevas palabras sirvieron para animarlo: “Pase... siéntese” sugeriste temerosa a que diera media vuelta. Moviste los ojos a la estela de frío que dejaba su cuerpo, mientras completabas la curva de la nariz imaginaria, los hombros de aire, el cuello formado en el sueño, los ojos diminutos que comenzaban a poblarse de luz. En el radio se escuchaban los amores tristes de un bolero. “¿Gusta un café?”, “Aguarde aquí, no tardo” Caminaste nerviosa a la cocina. La canción contaba la historia de un amor inconcluso, en las vías de un tren, y casi podías sentir las manos del hombre acompañando las tuyas sobre la estufa, modulando el fuego que hacía burbujear el agua. Regresaste con las tazas en una bandeja. Pensaste que se había ido, pero un temblor en las violetas evidenció su figura, su mirada absorta en los recuerdos sobre el librero, interesada en las pequeñas figuras que para él simbolizaban risas, un retorno a los ruidos habituales que seguía aburrido tras la paredes. El locutor anunció una nueva melodía y los dos permanecían callados, temiendo la reacción del otro. ¿Quiere bailar? preguntaste desconcertada, con palabras que no eran tuyas. Ahora él entraba al juego y ponía su voz en tu boca para pedir un baile. Orgullosa de su iniciativa, dejaste el café en la bandeja y avanzaste al sillón vacío. Fue fácil abandonarse al deseo del baile, mover a ciegas las manos, anclar los dedos en la parte correspondiente a los hombros y seguir las marcas circulares que dejaban los zapatos. Y la imaginación fue tanta que las palabras llegaron solas, porque los ojos –empeñados en buscarse– reconstruían sin querer la esencia de una conversación olvidada. Era tan fácil como ofrecer la mano al contorno del cuerpo, a la extensión que parecía desvanecerse en los giros, arrastrar los pies como títere de trapo que a pesar de su fragilidad, nunca llegaba a desaparecer porque cuando no lo creaban tus ojos, era la música la que lo renovaba cada instante para tenerlo aferrado al baile, a tu voz que rememoraba viajes nunca hechos, fantasías producto de encontrar la soledad hecha un silencio interminable. Acabó la canción. Ya no había sol y la luz del foco daba un color mate a tus mejillas. El hombre recogió el sombrero del sillón, pasó la mano sobre algunos cabellos despeinados; antes de salir, dirigió una mirada indolente al café intacto en la bandeja. Esa noche, insomne en la cama, pensaste en la locura, en las palabras finales del hombre engarzadas en un discurso que en su brevedad abarcaba distintos tipos de magia, el origen del mundo, la secreta convicción de que a cierta hora de la tarde la tristeza y los gatos son irremediables."

Alejandro Badillo

1 Comments:

Blogger Judith Castañeda said...

Excelente fragmento, mi estimado. Cuànta será la soledad para hablarse a sí mismo???

11:19 AM  

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