LA DICTADURA DEL ÉXITO
Estas notas apresuradas son casi un paréntesis, una subordinada a una larga reflexión de Jaime Mesa. No conozco su título ni sé cuándo se publicó, porque me la enviaron por mail, pero supongo que recientemente: su asunto era la necesidad de una renovación en las costumbres de los escritores poblanos. Con ello, pues, advierto a los lectores que lo siguiente trata una vez más de algo que quizá a nadie le importe salvo a los propios involucrados, que no serán más de diez. También, aprovecho para señalar que mi texto es aprovechado y quizá comodino porque no hace sino glosar, discutir o intentar rebatir algunas apreciaciones de Mesa en vez de construir una larga y ordenada argumentación. Sobra decir que no busco pelearme —y menos con Jaime, a quien estimo—, tampoco suscitar ninguna apasionante polémica, ni mucho menos hablar en nombre de nadie.
Jaime comienza apelando a una gran autoridad, nada menos que Alfonso Reyes. Varias ideas de Reyes, en relación con la seriedad, el rigor, la profesionalización, la construcción de una literatura nacional, entre otras, parecen sustentar el texto. Me gustaría recordar una escena: Alfonsito, de menos de veinte años, dirige una “alocución” a sus compañeros de la Escuela Nacional Preparatoria. Su lenguaje es tan candoroso como encendido, y todos le aplauden hasta el momento en que se le ocurre decir: “No seáis bohemios”. Tras ello casi tiene que disculparse, porque si había tantos poetas, pseudos poetas y lectores de Baudelaire en ese entonces, era por la promesa de unos buenos tragos, una imaginación descontrolada y la visita a algún burdel. También me gustaría recordar cómo, incluso ya grande y renombrado, Reyes publicaba muchos de sus libros en editoriales “locales”, como las llama Mesa (quizá porque entonces no existía otro tipo de editorial), y cómo muchos de esos libros se apilaron durante años en los fondos de las librerías, sin que nadie les hiciera caso.
Estoy de acuerdo y no con la primera afirmación categórica de Jaime: que en 1965 la literatura “manaba de tres fuentes reconocibles, Alfonso Reyes, Octavio Paz y Carlos Fuentes”. Creo que la influencia de Reyes, para esa fecha, ha comenzado a borrarse del mapa, si no es que lo ha hecho del todo. Lo de Paz me parece bien, pero no veo qué tenga que hacer cuando se habla “en términos narrativos”. Pero, continúa Jaime, en la actualidad no hay más nombres para agregar a la lista, salvo el de Rulfo. Supongo que cuando Jaime dice “actualidad” se refiere a la actualidad, aunque me cuesta creerlo. ¿Valdría la pena hacer una lista? ¿Pitol, García Ponce, el Pacheco de Morirás lejos, Manjarrez, del Paso, Elizondo, incluso la influencia en la actualidad de Revueltas, tal vez mayor que la de Rulfo? O bien, a la inversa: ¿es Carlos Fuentes en la actualidad una “fuente” de la que “mane literatura”? ¿No será que es la novela, y no la narrativa o la escritura en general, la que no está pasando por su mejor momento en nuestros días?
Después aparece una idea que de algún modo vertebra el texto completo de Mesa: el escritor poblano (o tamaulipeco, para el caso) debería de escribir bajo el anhelo de “construir una literatura nacional”. ¿Pero es que a alguien aún le importa escribir en función de eso? ¿No quedamos, o no quedaron los teóricos actuales, que la “literatura nacional” no es ya una categoría válida o útil, que ha dejado de constituir un horizonte para nuestra época? ¿No hay una contradicción entre la idea de una “literatura nacional” y los “muchos lectores” por los que Mesa también clama? Sé que las condiciones han cambiado, incluso radicalmente, pero resulta curioso por otra parte recordar que quienes construyeron la literatura nacional en México no fueron los que vendieron más libros, los que tuvieron necesariamente más lectores: la literatura mexicana la construyeron Henríquez Ureña y no Federico Gamboa, González Martínez y no Nervo, Jorge Cuesta y no José Rubén Romero, Paz y no Sabines. (Más tarde, Mesa comentará que la “meta” del escritor tendría que ser algo así como garantizar su ingreso a la “historia de la literatura [nacional, desde luego]”, historia en la que, me permito acotar, hay cosas horribles, tediosas, epigonales, y en la que a veces se privilegia la presencia de la novela colonialista por encima de Díaz Dufoo Jr., o la de Yáñez por encima de Efrén Hernández o Revueltas)
Lo que me va quedando claro es que en el texto de Jaime Mesa se habla no de escribir sino de “tener voz” (cosa que él mismo entrecomilla, como si presintiera incomodidad en la palabrita), no de literatura sino de “carreras literarias”. Si el objeto de la discusión es la edificación de una carrera literaria, que permita “tener voz” para ser escuchado en los foros no provincianos (es decir, en ciertas colonias del DF), me declaro incompetente, y francamente desinteresado. Creo que hasta por internet circulan manuales sobre el tema: cómo corregir tus novelas para que le resulten atractivas al editor, cómo conseguir un agente, cómo “hacerte de un nombre” (este entrecomillado es mío y sólo mío) en el mundillo literario, etcétera.
Con esto, pues, quiero decir lo siguiente: no es mi intención atacar o censurar ninguna de tales estrategias, apuestas, decisiones. Como tampoco me voy a poner a defender “la bohemia y el alcoholismo” como vías hacia el hallazgo del verdadero arte. No se me ocurriría hacer una apología de la “marginalidad” (menos cuando a veces parece que la marginalidad es otra táctica para “tener voz”). Pero, desde luego, tampoco me parece que venga a cuento exigir explícitamente, como hace Jaime Mesa, que se deba “renunciar a la marginalidad”, que “la meta” sea publicar en una “editorial comercial” (por cierto que, supongo, hay editoriales mucho más comerciales que las enumeradas por Mesa: Tusquets, Mortiz, Alfaguara, Plaza y Janés, FCE). Yo diría una obviedad: que cada quien haga lo que quiera (cosa que fatalmente ocurre: Meneses, Palou o Jaime Mesa hacen o hicieron lo que se les antojó). Pero diría algo más: es claro que durante mucho tiempo, los “escritores exquisitos”, como los llama Mesa, fueron quienes “tenían voz”, a pesar de no ser ni mucho menos los más vendidos o leídos, “voz” para decidir los prestigios literarios, las jerarquías, los procesos de consagración. Ahora eso ya no está tan claro, o quizá es claro que ocurre justamente lo contrario, pero en todo caso me parece que los “exquisitos” hace tiempo que dejaron de abrir la boca con bravatas elitistas, o bien hace tiempo que, aunque la abran, nadie los escucha. El poder del éxito ha silenciado incluso a los nostálgicos, y ha cambiado las reglas. Pero ahora ocurre lo opuesto: no son los “exquisitos” quienes desdeñan a los exitosos por buscar públicos masivos, sino los exitosos quienes hacen ascos a unos “exquisitos” que ya a nadie molestan; en última instancia, son los exitosos quienes parecen no comprender que alguien pueda tener la ocurrencia de no querer ser exitoso ni querer en última instancia “fracasar a lo grande”. ¿No podrían dejar a los “exquisitos” o a los mediocres o a los fracasados en paz para que fracasen gustosamente y en familia?
Encuentro otros detalles que me gustaría rebatir. Por ejemplo, que la “calidad” de una obra sea lo que decida si “alcanza” para editar un libro “para un público masivo”. Sería interesante en este sentido comparar el catálogo de Alfaguara de hace veinte o treinta años con el actual, para comprobar cómo justamente no es la calidad (o al menos no es el único ni el principal parámetro) lo que lo determina. Mesa parece establecer dos polos: Astericos o LunArena por un lado, y Alfaguara o Tusquets por otro. En esta posición conciliadora que intento mantener, preferiría decir: se publica “basura comercial” (aunque luego no se venda) aquí y allá, en Puebla y en el DF (o en Barcelona, o Londres). Más: ¿que un libro se venda mucho garantiza que se lea mucho? Tengo mis dudas. En España, la tierra prometida de la edición en nuestra época, se venden un montón de libros, ni quien lo dude. Muchos los compran señoras —o señores— para regalarlos a otras señoras (cumpleaños, Navidad, etcétera) porque el libro ha alcanzado el estatuto de ‘objeto validado socialmente como obsequio de prestigio’, igual que un cinturón o un Rioja. Pero los libros pasan directamente al librero, a la mesa de centro (para que los vean los invitados), o mejor: a las manos de un nuevo festejado. ¿Y qué decir de los “libros del verano”, que se compran, supongo yo, para tener en la playa una superficie donde poner la cerveza y el bronceador? Mesa afirma que, dado que las editoriales “comerciales” “viven” de vender libros, tú como autor “tienes que funcionar”. Perfecto. El problema empieza cuando se sustituye con facilidad ese “funcionar” con algo así como “ser buen escritor”. Si una rosa es una rosa, vendes porque funcionas y funcionas porque escribes bien y escribes bien porque vendes. En este sentido, su ligera reticencia ante Alejandro Meneses parece menos dirigida a sus cuentos que, yo qué sé, a su pereza, desidia, cólera o alcoholismo. Por un lado, Mesa elogia los cuentos de Meneses; por otro, parece recriminarle haberse conformado (con escribir poco, con ser una gloria local, en fin); pero en última instancia su juicio sobre los cuentos resulta determinado no por su impresión de los cuentos sino por lo que interpreta de la figura del sujeto llamado Alejandro Meneses. Y lo mismo hace con Palou, a quien elogia no tanto por su escritura sino porque representa el modelo de escritor poblano que “juega en las ligas mayores”, tan querido por Mesa. A efectos de una sociología de bolsillo, o de portafolios, siempre resultan interesantes estos comentarios sobre las vidas literarias, pero no creo que vengan al caso cuando se trata de evaluar críticamente (ejercicio que por otra parte Mesa reclama con urgencia) los libros de un autor, sean publicados por Anagrama o por Selector, por el Fondo de Cultura o por Tierra Adentro. Tan improductivo me resulta juzgar con dureza los libros de Palou si te guía la envidia por sus publicaciones y su prestigio, como hacer lo mismo con los de Meneses si te ampara la incomprensión o la intolerancia por sus decisiones. Yo no he leído ni a Eduardo Montagner ni a Alí Calderón; sin embargo, en ese sentido, a raíz del ensayo de Mesa no podría hacerme una idea ni siquiera aproximada de su calidad puesto que se los elogia no por audaces o rigurosos en lo literario, sino por publicar una primera novela en Alfaguara, o por los “premios y becas nacionales”. (Y ya que estamos en el terreno de las letras patrias, no entiendo por qué Mesa le reclama a la generación anterior el no estar al día “acerca de lo que escribían los mismos autores poblanos”: ¿es que eso sería exigible para nuestra generación? ¿Por qué tengo que leer lo que escribe el vecino? ¿No será que así lo comprometo a que él me lea también? ¿No será que así es como se forman las generaciones literarias, es decir, aquéllas que se disputan las herencias?)
Escribe Jaime Mesa: “no hay obras maestras publicadas localmente”. Después de eso, plantea sus categorías de “ligas menores” y “ligas mayores”: en las primeras juegan quienes publican una y otra vez en Asteriscos, son comentados, me imagino, en “Fronda” o “Catedral”, y no se dan cuenta de que no viven en el “mundo real”. Supongo por tanto que en las “ligas mayores” juegan quienes publican una y otra vez en Tusquets, son comentados en Letras Libres u “Hoja por hoja” y, una de dos, o no se dan cuenta de que sí viven en el “mundo real” o sí se dan cuenta de que tampoco viven en el “mundo real”. Más allá de estas bromas, Mesa parece terminar identificando lo publicado localmente con lo escrito bajo una perspectiva local o provinciana, lo cual, insisto, me parece un truco o una buena intención pero no un argumento. En todo caso, a esa idea yo le contrapondría mi temor no por una literatura “local” sino por lo que ya comienza a ser nombrado “literatura global”: libros con historias que ocurren de uno a otro extremo del globo; con estilos correctos, eficaces y que podrían haber sido generados también en uno y otro extremo del mundo; atentos no a los temas de moda (ésos ya se los dejamos a la televisión) sino a los ‘temas decisivos de nuestro tiempo’; y que podrían ser positivamente juzgados por los lectores de Nueva York o Pekín puesto que podrían haber sido escritos por ellos. Libros que yo no sé si sean obras maestras, pero que sí son obras maestras del éxito: de esa hermosa combinación entre grandes tirajes y una pizca de prestigio literario.
Con los últimos párrafos del texto de Jaime Mesa estoy más o menos de acuerdo. En especial, con las palabras dedicadas a Crítica (revista que, por cierto, no está obsesionada con las novedades de las grandes casas editoriales), y con ese “pecado” que señala Mesa para los más jóvenes: “asistir a demasiados talleres”. Sobre todo, me permito agregar, cuando estamos en una época donde ya casi no son planteados como talleres de escritura, sino más bien como talleres de acabamiento de libros, o de plano, talleres de publicación. En los talleres ya no se ofrece aprender a escribir (o mejor: a no escribir), sino que por ejemplo se garantiza la escritura de cierto número de páginas. Jaime Mesa se congratula de que los actuales suplementos literarios sean dirigidos “por gente que no rebasa los treinta años”. Tiene razón, aunque no sé si la tenga en congratularse. En todo caso, resalta el hecho de que nuestra generación (la de Jaime Mesa y la mía) parece estar a un paso —siguiendo esa sana costumbre político-temporal de todos quienes nos precedieron— de tomar el poder. Lo cual, en lo particular, no deja de ponerme nervioso.
Gabriel Wolfson
1 Comments:
Saludos, mi estimado!!!
De nuevo esta discusión... mmmhhh... Eso de la bohemia y de profesionalizar la literatura... Sigo pensando que es cuestión personal, de los gustos e inquietudes de cada quien. Lo importante es escribir.
Y mientras, salud por el Año Nuevo, que nos traiga muchos cuentos!!!!!!
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