POSTAL DE MARRUECOS
Recogió las cartas que habían echado por debajo de la puerta. Entre sobre y sobre colgó el saco en el respaldo de una silla y arrojó las llaves del automóvil encima de la mesa. Llegar a casa era un alivio. Cuentas de banco y una tarjeta postal de Marruecos, seguramente de su prima que andaba en un viaje perpetuo y se reportaba, de vez en cuando, por correo. ``Que ganas de estar allá'', pensó asomándose a la fotografía, que era la toma aérea de un pueblo café, rodeado por una extensión desértica que provocaba angustia. Las casas apeñuscadas eran del mismo color que la arena; más que un pueblo, parecía una irregularidad del desierto. Abrió la ventana para que entrara un poco de aire, empezaba a hacer calor. Se abanicó la cara con una de las cartas, antes de asomarse por segunda vez a la imagen de la postal. Descubrió que el pueblo estaba amurallado y que para entrar había que utilizar una puerta enorme, con forma de arco.
``De noche deben cerrar este pueblo'', dijo mientras sacaba una lupa del cajón de su escritorio. Examinó con cuidado la zona del arco y descubrió que, efectivamente, había dos puertas de madera, abiertas, con toda la pinta de cerrarse por la noche. Por debajo del arco pasaba una señora cargando una garrafa de agua y una niña jalando una chiva. El horizonte de la fotografía no era muy amplio y no se veía de dónde podían sacar el agua, ni si la chiva era una chiva aislada, o había salido de un grupo que pastaba en algún manchón verde, situado en el más allá fotográfico. ¿El más allá fotográfico?, la ocurrencia le dio risa y se le antojó celebrarla con una cerveza que extrajo del refrigerador. Entre una Sol y una Heineken, eligió, riéndose, la del ``más allá holandés''.
Destapó la lata verde convencido de que ese era su tono de verde favorito. Regresó a la mesa y a su montoncito de correspondencia. Se sacó los dos zapatos por el telón y los lanzó con fuerza; uno cayó con gran escándalo en el suelo y el otro dio un golpe sordo encima del sillón. La lata verde tenía una cresta de espuma que invitaba a pegarle un trago largo. Abrió el resto de las cartas. Cuatro del mismo banco, una con la deuda de su tarjeta de crédito, otra con un folleto de productos exclusivos para tarjetahabientes, otra con una carta donde le anunciaban que acababan de extenderle el crédito a su tarjeta y la última, que era otro folleto, presentado por una mujer sonriente, que ofrecía una tarjeta adicional, con carga a la tarjeta titular, para ``esa persona que tanto amamos''. Recordó una frase del poeta Roque Dalton y pensó que no sería mala idea remitirla al banco: ``No sé cómo pueden castigar a alguien que roba un banco, si antes ya hubo quien fundó el banco''.
Bebió, a la salud de Roque, varios tragos de su más allá holandés. Sacó la postal de su prima de abajo de la correspondencia y cuando la volteó para leerla, descubrió sorprendido que no era de su prima, ni de nadie; estaba en blanco, no venía de ningún lado, más bien estaba lista para escribirle algo y mandarla por correo a otro país. Pensó que sería divertido enviarle la postal a un amigo, con unas líneas de ambiente marroquí, algo así como: ``Recibe un abrazo desde el norte de Africa''. El proyecto de broma fue celebrado con los tragos que le faltaban a la cerveza para terminarse. Luego, en un arranque festivo, arrojó la lata por la ventana. La oyó caer en la calle con un escándalo como el del zapato que cae al piso.
Aplicó nuevamente la lupa sobre la postal. El calor empezaba a ser insoportable. Inició un recorrido aéreo desde el arco de la entrada. Observó que en vez de la señora con la garrafa de agua y de la niña jalando a la chiva, entraba un muchacho, de sombrero rojo, cargando un atado de leña. Con el ojo puesto en la lupa, sobrevoló ansioso el laberinto de calles, hasta que dio con la señora del agua y la niña de la chiva. ``Qué carajo pasa aquí'', dijo con una angustia que lo lanzó de vuelta al arco de entrada y lo que encontró ahí lo hizo levantarse de la silla: en vez del muchacho de sombrero rojo, debajo del arco pasaba un perro. Sobrevoló otra vez el laberinto hasta que encontró aquello que lo hizo perder la razón. Con el ojo bien abierto sobre la lupa, vio en una de las calles, debajo de una ventana abierta, una lata tirada de Heineken, y unos metros más atrás, al muchacho de sombrero rojo, que hacía unos instantes había pasado por debajo del arco. Levantó la cabeza, arrojó lejos la postal y la lupa. Estaba preguntándose, aterrado, si esa lata sería la suya, cuando una imagen vino a confundirlo todo: frente a su ventana pasó el muchacho del sombrero rojo y el atado de leña.
Jordi Soler
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