Monday, June 26, 2006

Mafalda y Fox

Wednesday, June 21, 2006

Sobre los chimpancés y la escritura del cuento

Alguien me dijo una vez que algunos chimpancés tienen dos señales de alarma claramente diferenciadas, una para los peligros que vienen del suelo de la selva, como son los ataques de serpiente y los leopardos, y otra para las grandes aves predadoras, que los atacan desde arriba. Los chimpancés que están siempre pendientes de ambas direcciones, evitan merodear en la parte inferior o superior de los árboles y permanecen lo
más posible en la parte del medio, donde ni las águilas ni los felinos puedan sorprenderlos.
Supongamos que no tuvieran que cuidarse de ninguna ave predadora, es decir de ningún peligro que viniera del cielo. Su atención podría centrarse en las amenazas provenientes de abajo. Ganarían seguridad, pero su vida sería menos compleja, porque no tendrían que desarrollar ese olfato por la medianía que rige sus movimientos y que sin duda, al
obligarlos a estar pendientes de un mayor número de estímulos, ha mejorado su inteligencia. Supongamos ahora a un chimpancé bromista, al que se le ocurra dar la alarma equivocada y que en lugar de emitir el grito que significa “peligro desde abajo”, emite el que alerta frente a las amenazas provenientes del cielo, provocando con ello una estampida de los demás hacia las ramas más bajas del árbol, justo donde se encuentra
un leopardo esperándolos. ¿Ha existido un chimpancé así? Quizá nunca lo sabremos, pero cabe la posibilidad de que esa broma macabra haya ocurrido. Pudiera incluso no tratarse de una broma, sino de una venganza en contra del clan, pues suele ocurrir que algunos miembros de éste, de vez en cuando, en virtud de la zona intermedia en que se sitúa el difícil equilibro de su vida, aumenta la cantidad de cosas que podemos imaginar acerca de los chimpancés.
Si no existiera esa franja estrecha que los hace repelentes por igual al piso de la selva que a la parte superior de los árboles, no podríamos concebir la posibilidad de un chimpancé bromista, ni de uno vengativo, ni de otro simplemente estúpido. Quizá los chimpancés se sentirían más felices en las ramas más elevadas desde donde podrían abarcar una gran porción de la selva, o más cómodos merodeando en el suelo, donde no correrían ningún riesgo de caerse, pero han elegido una zona de seguridad que no es ni una cosa ni otra, y esa franja, si por un lado les brinda protección, por el otro multiplica los peligros, porque a causa de su posición equidistante de las aves predadoras y de los felinos, los chimpancés se exponen a ser agredidos por ambas especies. Han elegido, en otras palabras, el suspenso, que es el alma de todos los relatos. Estos últimos nacen de una zona intermedia en donde a cambio de cierta seguridad física, experimentamos, lo mismo que los chimpancés, una seguridad psíquica que impide que nuestro espíritu se especialice en alguna dirección y se adormezca.
La función de los relatos, justamente, es desadormecernos, elevándonos por encima de nuestras tareas aprendidas. Si la vida de los chimpancés se caracteriza por hallarse a merced de dos faunas contrarias, lo propio de los relatos es enfrentarse a incesantes bifurcaciones que crean en
el lector el sentimiento de que con cada línea y cada frase se define un territorio y se pierde irremediablemente otro. Este sentimiento de pérdida es básico en los relatos y me atrevería a decir que es la experiencia esencial que nos ofrecen, porque nos enfrentan al hecho de que todos los actos de nuestra vida son un parteaguas, un despedirse para siempre de caminos que quizá, de haberlos tomado, nos hubieran hecho mejores o más felices. Pero los relatos nos enseñan también que lo perdido regresa, y por eso los leemos. El final de un relato representa el punto en el cual los cabos sueltos, la materia desechada a lo largo del trayecto vuelven para que el relato concluya. En una suerte de reflujo, todo lo perdido se hace de golpe dolorosamente palpable, regresa para despedirse y, con ello, integrarse a la historia. De ahí esa peculiar sensación, que experimentamos al terminar de leer un buen cuento, de no haber leído sólo un cuento, sino todos los cuentos posibles.
En cierta forma ocurre lo mismo con los chimpancés cuando huyen para escapar de sus predadores. Eligen un camino, pero su cerebro registra todos los otros caminos que no toman. El estrés de la fuga, semejante a la inspiración, les hace vislumbrar todas las otras rutas existentes, información que se almacena en lo más profundo de su cerebro y saldrá
a la superficie cuando la necesiten. Cundo huyen, por lo tanto, recorren una ruta conocida, pero olvidada. Del mismo modo, el escritor sabe más de su historia que lo que él mismo cree; su historia, en cierto modo, ya está escrita y a él le toca recordarla, sacarla de la zona profunda de su cerebro. Si no fuera así, no podríamos explicarnos la obsesión que algunos relatos producen en sus autores. Hay historias que a pesar de las dificultades y frustraciones que le ocasionan al escritor, no permiten que este se libere de su hechizo y se ponga a escribir otra cosa. Es como si la historia lo hubiera elegido a él, y no al revés. Creo que la medida de la pasión de un escritor estriba justamente en saber qué historias lo han elegido y cuáles, en cambio, son sólo ocurrencias de su cerebro entrenado en la escritura.
Esto significa que el verdadero escritor no aprende a escribir; es más, un escritor es aquel que se niega a aprender a escribir. Si de verdad aprendiera a escribir, podría escribir cualquier cosa, que es lo que no debe hacer un escritor. Si algo aprende, es a escribir aquello que está escribiendo, lo cual representa un aprendizaje nulo, porque apenas le
servirá en el futuro. En cambio, el falso escritor aprende un oficio y se agencia un estilo con el cual tiene la confianza de abrir todas las cerraduras. Nos da siempre la sensación de haber tomado la palabra antes de tiempo. La escritura mediocre es una tomadura de palabras, un arrebatar las palabras en lugar de ser arrebatado por ellas. El mal escritor se parece a unos chimpancés cuyas huidas tuvieran siempre la misma dirección, como si contaran con un escondite fijo en la selva. La sabiduría de estos chimpancés se reduciría a saber cuál es en cada caso el camino más corto para alcanzar la meta. Por lo mismo, se extinguirían rápidamente; los predadores acabarían por adivinar la ubicación de ese punto magnético y los atraparían con una sencilla emboscada.
Por eso procuro cuando escribo un cuento no tener ninguna meta a la vista, si esto es posible. Quisiera carecer de cualquier idea y de cualquier punto de referencia a la hora de escribir una historia. Pero no quisiera carecer de vislumbres. Trato de guiarme, como los chimpancés, por la mera eficacia del salto, eligiendo cada vez, la rama que considero más
oportuna. No miro más lejos, pero vislumbro que hay más allá. Mi mirada se divide entre la siguiente rama salvadora y la confusa vegetación del fondo. Hace unos años, cuando nadaba con regularidad, mi instructor, para explicarme cómo tenía que ladear la cabeza
en el estilo de crowl, me dijo: “tienes que mirar hacia el frente, pero no del todo, como si no miraras”. Esta mirada de sesgo, confiada pero sin compromisos, con que se mira como si no se quisiera hacerlo, es también la mirada del cuentista. He comparado los relatos con la fuga. ¿Por qué no los comparé con los tranquilos desplazamientos con que los chimpancés van en busca de comida o de algún lugar donde pasar la noche? Porque estos traslados carecen de la urgencia y del elemento de arrebato sin los cuales un relato no puede existir. Carecen del peligro de muerte que acecha cada línea de un cuento. Una elección mal tomada lo echa a perder, igual que durante la fuga basta un pequeño error para caer en las garras de los predadores. La regla de oro, si la hay, es elegir lo menos posible, dejando que la historia se las arregle por sí sola. ¿Cómo? Dejando que aproveche todos sus recursos, que son más de los que
se ven. Están ahí, pero no es fácil descubrirlos todos y hay unos casi invisibles que a menudo, una vez hallados, son vitales para resolver los nudos más difíciles. La solución de una historia me ha venido con frecuencia de personajes que en los primeros borradores aparecían durante un par de líneas y se eclipsaban sin dejar rastro. A veces
no eran ni siquiera personajes, sino objetos: un cuadro, una doble puerta, un piano, que se habían colado inexplicablemente en la trama y estaban ahí, imposibles, como esperando una oportunidad. Cuando la oportunidad llegaba, la aprovechaban a manos llenas. Un simple mesero que en el primer borrador de un cuento cumplía un acto trivial como el de llevar una limonada al protagonista, en los borradores siguientes se las arreglaba para ganar la atención del lector (traía la cuenta, por ejemplo y tropezaba ligeramente), hasta que en la cuarta o quinta versión el protagonista y él entablaban un diálogo; y una vez que esa simple comparsa dejaba oír su voz, que me dejaba conocer su voz, daba el salto que lo transformaba en una pieza imprescindible, cimbrando el edificio
de la historia y contribuyendo a su resolución. ¿Cómo explicar la presencia de seres extraños cuadros, meseros, dobles puertas, canarios que aparecen sin ningún propósito aparente y a la postre se revelan decisivos? La única explicación que se me ocurre es que la historia ya estaba escrita y que ellos eras decisivos desde el principio, sólo que uno no se había dado cuenta. Escribir una historia, después de todo, no es más que un ir dándose cuenta, un pegar el oído pata descubrir los hilos del revés del tapete y jalarlos hacía el envés visible, rearticulando con ello nuestras zonas peligrosas y redibujando cada vez esa franja intermedia que nuestros ancestros, los chimpancés, nos han heredado.
FABIO MORÁBITO

Monday, June 19, 2006

El Arquero

También lo llaman portero, guardameta, golero, cancerbero o guardavallas, pero bien podría ser llamado mártir, paganini, penitente o payaso de las bofetadas. Dicen que donde él pisa, nunca más crece el césped.
Es un solo. Está condenado a mirar el partido de lejos. Sin moverse de la meta aguarda a solas, entre los tres palos, su fusilamiento. Antes vestía de negro, como el árbitro. Ahora el árbitro ya no está disfrazado de cuervo y el arquero consuela su soledad con fantasías de colores.
Él no hace goles. Está allí para impedir que se hagan. El gol, fiesta del fútbol: el goleador hace alegrías y el guardameta, el aguafiestas, las deshace.
Lleva a la espalda el número uno. ¿Primero en cobrar? Primero en pagar. El portero siempre tiene la culpa. Y si no la tiene, paga lo mismo. Cuando un jugador cualquiera comete un penal, el castigado es él: allí lo dejan, abandonado ante su verdugo, en la inmensidad de la valla vacía. Y cuando el equipo tiene una mala tarde, es él quien paga el pato, bajo una lluvia de pelotazos, expiando los pecados ajenos.
Los demás jugadores pueden equivocarse feo una vez o muchas veces, pero se redimen mediante una finta espectacular, un pase magistral, un disparo certero: él no. La multitud no perdona al arquero. ¿Salió en falso? ¿Hizo el sapo? ¿Se le resbaló la pelota? ¿Fueron de seda los dedos de acero? Con una sola pifia, el guardameta arruina un partido o pierde un campeonato, y entonces el público olvida súbitamente todas sus hazañas y lo condena a la desgracia eterna. Hasta el fin de sus días lo perseguirá la maldición.

Eduardo Galeano

Friday, June 16, 2006

Apunte personal


El empate 0-0 contra el más que maleta equipo de Angola ha derrumbado mis ilusiones (si es que alguna vez tuve). Algo me decía que no valía la pena gastar cerveza para este partido. El bombardeo en los medios llegó a grados extremos. Ciro Goméz Leyva, ese paladín de la noticia, dijo que le venía bien la fiebre mundialista a la campaña de López Obrador. Por cierto, borrachín de Luis, por si lees esto, te aviso que los talibanes del municipio van a poner ley seca para el día de las elecciones. Así que habrá que aprovisionarnos el día anterior para festejar el triunfo del Peje. Mientras llega el día "D" pego la foto de desesperación de la turba decepcionada por el partido, dicen que a pesar de todo salieron a festejar. ¡Que ardan en el infierno!

P.D. Fotografía cortesía del periódico Reforma, no puedo entrar a su página pero si piratear sus fotos, bien por eso.

Sin convite a tu fiesta de fantasmas

Jugábamos al monstruo.
En los antiguos baños del convento
habilitados como lavaderos
vimos llamas azules en el aire
y oímos las cadenas de los monjes.
Mamá nos invitaba
a recoger la ropa en la azotea
donde -dicen- espanta todavía
un hombre sin cabeza.
Por la escalera de caracol
una vieja señorita, profesora de piano,
invocaba en sus teclas a un demonio
que años después se llamaría
Johann Sebastian Bach.

Eran los fantasmas nuestros cómplices
y amábamos el miedo
A la salida del programa triple
Lugosi, Karloff y Vincent Price
-barones de la noche- nos montaban
en la yegua de sombra.
No entrábamos al baño
sin que tú, con tu fuerza, nos guardaras.
Hoy que eres el muerto
y no estás para cuidarme,
no tengo ganas de jugar.

Otro es el monstruo. Ese animal tangible
crecido de nuestros miedos,
te colocó en su mira.
Hubo tiempos en que supimos evadirlo
y a veces hasta creímos
haberlo aniquilado.
Nunca lo sospechamos:
conservabas intactos los conjuros
del Necronomicón de nuestra adolescencia.
Tú, jefe de la manada,
hijo de tigre,
primer oficial del capitán perdido,
hermano mayor de nuestro miedo.

VICENTE QUIRARTE.

Thursday, June 15, 2006

Ojos de perro azul


"Entonces me miró. Yo creía que me miraba por primera vez. Pero luego, cuando dio la vuelta por detrás del velador y yo seguía sintiendo sobre el hombro, a mis espaldas, su resbaladiza y oleosa mirada, comprendí que era yo quien la miraba por primera vez. Encendí un cigarrillo. Tragué el humo áspero y fuerte, antes de hacer girar el asiento, equilibrándolo sobre una de las patas posteriores. Después de eso la vi ahí, como había estado todas las noches, parada junto al velador, mirándome. Durante breves minutos estuvimos haciendo nada más que eso: mirarnos. Yo mirándola desde el asiento, haciendo equilibrio en una de sus patas posteriores. Ella de pie, con una mano larga y quieta sobre el velador, mirándome. Le veía los párpados iluminados como todas las noches. Fue entonces cuando recordé lo de siempre, cuando le dije: «Ojos de perro azul». Ella me dijo, sin retirar la mano del velador: «Eso. Ya no lo olvidaremos nunca». Salió de la órbita suspirando: «Ojos de perro azul. He escrito eso por todas partes».

Gabriel García Márquez

Tuesday, June 13, 2006

Algo sobre Meneses a pocas semanas de su primer aniversario luctuoso...

Me hablaron de él con gran afecto y respeto. Dijeron: "Se trata de un narrador sin par, elegante, que sabe mucho y escribe poco, aunque cuando aporta unas líneas se nota el oficio y la erudición". Me quedé impresionado de lo que afirmaba la mayoría de poetas y cuentistas poblanos. Algunos funcionarios de la BUAP lo veían con agrado y otros con miedo. Era el clásico intelectual que no daba concesiones y marchaba sin inmutarse ni de la mafia.
Lo conocí finalmente en una celebración. Vi cómo reprendía a una persona que insistía en ser su amigo. Él, afortunadamente, escogía a los suyos no en privado sino públicamente. Tal vez se debía a la arrogancia de aquellos que no tienen nada que perder y conciben su ruta corta pero sin vacilaciones. A pesar del incidente, no perdió los estribos y siguió festejando con sus cuates.
La primera vez que platiqué con Alejandro Meneses me dijo: "Los de la llamada generación del crack truenan como campechanas. Los pretensiosos de todas partes no saben hilar frases. La literatura se hace todos los días aunque se materialice de vez en cuando. La creación es un arte que sorprende hasta al autor".
Altivez, inteligencia, necesidad de aprender, deseos irrefrenables por encontrar lo verdadero, lo auténtico.
Descubrí en Vidas lejanas (ABZ editores) un volumen espléndido que reseñé en estas páginas. No pude, entonces, reproducir lo siguiente: "La gente se muere y punto, pero él, en su cajón, aguardaba que algo ocurriera, que siguiera lloviendo o el fin del mundo".

Publicado en El Universal por Jorge Meléndez Preciado

Tuesday, June 06, 2006

IN VINO VERITAS

En respuesta a las campañas antialcohólicas, los bebedores hemos desarrollado una instintiva aversión por los abstemios, fundada en la creencia de que sólo rehúye los tragos quien tiene mucho que ocultar. Un borracho no sabe mentir —sostenemos con ardor entre botella y botella—, mientras que los sobrios empedernidos, temerosos de permitirse el menor desahogo, fermentan en el fondo del alma los rencores más turbios. Para los clientes asiduos de las cantinas, las fuerzas del bien y del mal están claramente separadas: de un lado los bohemios con corazón de oro, transparentes como un libro abierto; del otro los abstemios neurotizados por el exceso de autocontrol, que al reventar como una olla exprés apuñalan por la espalda a su mejor amigo. El mito del buen borracho, difundido hasta la saciedad en tangos, boleros y canciones rancheras, tiene su origen más remoto en el refrán latino in vino veritas, que algunos bebedores semiletrados invocan como argumento de autoridad en las discusiones con el enemigo, para revestir su causa con el prestigio de una lengua muerta. Comprobado desde la prehistoria en miles de bacanales, el proverbio se ha convertido en un axioma irrefutable, lo mismo en latín que en su variante española, donde los niños comparten con los beodos el monopolio de la verdad. ¿Quién no ha cometido indiscreciones al calor de las copas? ¿En cuántas novelas policiacas el detective recurre al expediente de emborrachar a un personaje para sacarle alguna información? Sin duda, el alcohol es el antídoto más eficaz contra la innoble virtud social de guardar secretos. Pero que yo sepa, nadie se ha detenido a examinar la naturaleza de las verdades proferidas bajo los efectos del trago, tal vez porque la cruda no se presta demasiado para filosofar. Puesto que la ebriedad exacerba las simpatías y las fobias, ¿podemos considerar totalmente veraces los desahogos de una persona cuyo equilibrio emocional ha sido trastornado por la ingesta alcohólica? Si el vino falsea los sentimientos, ¿las verdades que arranca al bebedor no tendrán un ingrediente ficticio? ¿Por qué los arrebatos de sinceridad nos parecen muchas veces, juzgados desde la cruda, un distorsionado efecto teatral? En mis 25 años de bebedor me ha tocado decir y escuchar muchas verdades atroces. En algún momento llegué a pensar que la clave para evaluar la autenticidad de un amigo era someterlo a la prueba del psicodrama etílico: si soportaba las agresiones más hirientes sin ofenderse y yo le pagaba con la misma moneda, nuestra amistad quedaría sellada por un vínculo indestructible; de lo contrario, más valía suspenderla. Propenso a idealizar la espontaneidad, pensaba que la gente sólo se conoce a fondo en momentos de exaltación y ante cualquier desacuerdo prefería entrar en discusiones ríspidas que erigir una amistad sobre la base de la mesura, aunque algunas injurias brutales me dejaran el orgullo maltrecho. Exigir una reparación moral por ellas hubiera sido una infracción al pacto de caballeros que obliga a los borrachos decentes a perdonarse las ofensas con espíritu deportivo. Desde luego, perdí a la mayoría de mis amigos con esa terapia de choque, pues casi nadie está dispuesto a sacrificar el ego por una buena catarsis. No me arrepiento de haber actuado semana a semana como un desaforado personaje de Edward Albee, siempre con la provocación a flor de labio, pero al entrar en la madurez, resignado a beber con moderación por motivos de salud, comprendo que si a pesar de todo conservé unos cuantos amigos no fue por la comunión afectiva alcanzada en las borracheras, sino porque sabían cómo era sobrio y me juzgaban con más indulgencia al comparar mis dos personalidades. Admitir que el vino es el elíxir de la verdad equivale a reconocer que nuestro verdadero carácter sólo se manifiesta en las tempestades de la embriaguez. El profundo arraigo de esta certidumbre en el alma humana refleja no tanto una realidad psíquica, sino una necesidad de evasión: quizá nuestra personalidad etílica nos parece más genuina simplemente porque nos sentimos mejor en ese papel. La mayoría de los bebedores creemos ser más simpáticos, brillantes y seductores cuando tenemos copas encima que en la inhóspita vida consciente (en el caso de los tímidos, esta ilusión puede tener algún fundamento, pero se disipa como un espejismo después de la cuarta o la quinta copa). Percibida con un lente deformante, la verdad del vino sólo tiene un valor subjetivo, en la medida en que refleja nuestra aspiración a ser de otro modo. Sin embargo, el carácter ilusorio de esa verdad no le resta poder persuasivo. De ahí que muchos dipsómanos nos preguntemos con sincero estupor: ¿Quién soy en realidad cuando bebo? Si las drogas y el alcohol sólo pueden sacarnos de adentro las pulsiones de agresividad o afecto que hemos reprimido, entonces la personalidad sobria sería una copia en negativo de nuestro yo profundo. Cada borrachera nos muestra los extremos de alegría y de ofuscación que podríamos alcanzar si no padeciéramos ninguna restricción psicológica y ninguna coerción social, es decir, si fuéramos los tiranos de un mundo obligado a querernos y consecuentarnos. Esa ilusión es tan halagüeña que necesitamos aferrarnos a ella por encima de cualquier desengaño, como el obstinado rey de José Alfredo, que a pesar de quedarse sin trono y sin reina, reafirma contra toda evidencia su investidura real. -

Monday, June 05, 2006

Estudio médico

Este estudio llevado a cabo por el Ministerio de Salud de Dinamarca y dirigido por el Doctor M. Gronbaek, se condujo durante 10 años en más de 13000 personas, de entre 30 y 79 años de edad. El análisis se basó sobre los alcoholes consumidos por la población danesa. Los resultados fueron sorprendentes:• los abstemios duplican el riesgo de mortalidad en comparación con las personas que consumen cerveza y vino diariamente y en forma moderada. Los dietistas colocan el agua y la cerveza casi al mismo nivel en la pirámide alimentaria debido a las propiedades benéficas de la cerveza. El estudio descubrió que se diagnostican menos enfermedades cardiovasculares a las mujeres debido a que las hormonas vegetales del lúpulo las protegen. ¡ A SU SALUD SEÑORAS !