Monday, December 25, 2006

LA DICTADURA DEL ÉXITO

Internet MarketingForos phpbbTaca?oPracticasGuia

Estas notas apresuradas son casi un paréntesis, una subordinada a una larga reflexión de Jaime Mesa. No conozco su título ni sé cuándo se publicó, porque me la enviaron por mail, pero supongo que recientemente: su asunto era la necesidad de una renovación en las costumbres de los escritores poblanos. Con ello, pues, advierto a los lectores que lo siguiente trata una vez más de algo que quizá a nadie le importe salvo a los propios involucrados, que no serán más de diez. También, aprovecho para señalar que mi texto es aprovechado y quizá comodino porque no hace sino glosar, discutir o intentar rebatir algunas apreciaciones de Mesa en vez de construir una larga y ordenada argumentación. Sobra decir que no busco pelearme —y menos con Jaime, a quien estimo—, tampoco suscitar ninguna apasionante polémica, ni mucho menos hablar en nombre de nadie.
Jaime comienza apelando a una gran autoridad, nada menos que Alfonso Reyes. Varias ideas de Reyes, en relación con la seriedad, el rigor, la profesionalización, la construcción de una literatura nacional, entre otras, parecen sustentar el texto. Me gustaría recordar una escena: Alfonsito, de menos de veinte años, dirige una “alocución” a sus compañeros de la Escuela Nacional Preparatoria. Su lenguaje es tan candoroso como encendido, y todos le aplauden hasta el momento en que se le ocurre decir: “No seáis bohemios”. Tras ello casi tiene que disculparse, porque si había tantos poetas, pseudos poetas y lectores de Baudelaire en ese entonces, era por la promesa de unos buenos tragos, una imaginación descontrolada y la visita a algún burdel. También me gustaría recordar cómo, incluso ya grande y renombrado, Reyes publicaba muchos de sus libros en editoriales “locales”, como las llama Mesa (quizá porque entonces no existía otro tipo de editorial), y cómo muchos de esos libros se apilaron durante años en los fondos de las librerías, sin que nadie les hiciera caso.
Estoy de acuerdo y no con la primera afirmación categórica de Jaime: que en 1965 la literatura “manaba de tres fuentes reconocibles, Alfonso Reyes, Octavio Paz y Carlos Fuentes”. Creo que la influencia de Reyes, para esa fecha, ha comenzado a borrarse del mapa, si no es que lo ha hecho del todo. Lo de Paz me parece bien, pero no veo qué tenga que hacer cuando se habla “en términos narrativos”. Pero, continúa Jaime, en la actualidad no hay más nombres para agregar a la lista, salvo el de Rulfo. Supongo que cuando Jaime dice “actualidad” se refiere a la actualidad, aunque me cuesta creerlo. ¿Valdría la pena hacer una lista? ¿Pitol, García Ponce, el Pacheco de Morirás lejos, Manjarrez, del Paso, Elizondo, incluso la influencia en la actualidad de Revueltas, tal vez mayor que la de Rulfo? O bien, a la inversa: ¿es Carlos Fuentes en la actualidad una “fuente” de la que “mane literatura”? ¿No será que es la novela, y no la narrativa o la escritura en general, la que no está pasando por su mejor momento en nuestros días?
Después aparece una idea que de algún modo vertebra el texto completo de Mesa: el escritor poblano (o tamaulipeco, para el caso) debería de escribir bajo el anhelo de “construir una literatura nacional”. ¿Pero es que a alguien aún le importa escribir en función de eso? ¿No quedamos, o no quedaron los teóricos actuales, que la “literatura nacional” no es ya una categoría válida o útil, que ha dejado de constituir un horizonte para nuestra época? ¿No hay una contradicción entre la idea de una “literatura nacional” y los “muchos lectores” por los que Mesa también clama? Sé que las condiciones han cambiado, incluso radicalmente, pero resulta curioso por otra parte recordar que quienes construyeron la literatura nacional en México no fueron los que vendieron más libros, los que tuvieron necesariamente más lectores: la literatura mexicana la construyeron Henríquez Ureña y no Federico Gamboa, González Martínez y no Nervo, Jorge Cuesta y no José Rubén Romero, Paz y no Sabines. (Más tarde, Mesa comentará que la “meta” del escritor tendría que ser algo así como garantizar su ingreso a la “historia de la literatura [nacional, desde luego]”, historia en la que, me permito acotar, hay cosas horribles, tediosas, epigonales, y en la que a veces se privilegia la presencia de la novela colonialista por encima de Díaz Dufoo Jr., o la de Yáñez por encima de Efrén Hernández o Revueltas)
Lo que me va quedando claro es que en el texto de Jaime Mesa se habla no de escribir sino de “tener voz” (cosa que él mismo entrecomilla, como si presintiera incomodidad en la palabrita), no de literatura sino de “carreras literarias”. Si el objeto de la discusión es la edificación de una carrera literaria, que permita “tener voz” para ser escuchado en los foros no provincianos (es decir, en ciertas colonias del DF), me declaro incompetente, y francamente desinteresado. Creo que hasta por internet circulan manuales sobre el tema: cómo corregir tus novelas para que le resulten atractivas al editor, cómo conseguir un agente, cómo “hacerte de un nombre” (este entrecomillado es mío y sólo mío) en el mundillo literario, etcétera.
Con esto, pues, quiero decir lo siguiente: no es mi intención atacar o censurar ninguna de tales estrategias, apuestas, decisiones. Como tampoco me voy a poner a defender “la bohemia y el alcoholismo” como vías hacia el hallazgo del verdadero arte. No se me ocurriría hacer una apología de la “marginalidad” (menos cuando a veces parece que la marginalidad es otra táctica para “tener voz”). Pero, desde luego, tampoco me parece que venga a cuento exigir explícitamente, como hace Jaime Mesa, que se deba “renunciar a la marginalidad”, que “la meta” sea publicar en una “editorial comercial” (por cierto que, supongo, hay editoriales mucho más comerciales que las enumeradas por Mesa: Tusquets, Mortiz, Alfaguara, Plaza y Janés, FCE). Yo diría una obviedad: que cada quien haga lo que quiera (cosa que fatalmente ocurre: Meneses, Palou o Jaime Mesa hacen o hicieron lo que se les antojó). Pero diría algo más: es claro que durante mucho tiempo, los “escritores exquisitos”, como los llama Mesa, fueron quienes “tenían voz”, a pesar de no ser ni mucho menos los más vendidos o leídos, “voz” para decidir los prestigios literarios, las jerarquías, los procesos de consagración. Ahora eso ya no está tan claro, o quizá es claro que ocurre justamente lo contrario, pero en todo caso me parece que los “exquisitos” hace tiempo que dejaron de abrir la boca con bravatas elitistas, o bien hace tiempo que, aunque la abran, nadie los escucha. El poder del éxito ha silenciado incluso a los nostálgicos, y ha cambiado las reglas. Pero ahora ocurre lo opuesto: no son los “exquisitos” quienes desdeñan a los exitosos por buscar públicos masivos, sino los exitosos quienes hacen ascos a unos “exquisitos” que ya a nadie molestan; en última instancia, son los exitosos quienes parecen no comprender que alguien pueda tener la ocurrencia de no querer ser exitoso ni querer en última instancia “fracasar a lo grande”. ¿No podrían dejar a los “exquisitos” o a los mediocres o a los fracasados en paz para que fracasen gustosamente y en familia?
Encuentro otros detalles que me gustaría rebatir. Por ejemplo, que la “calidad” de una obra sea lo que decida si “alcanza” para editar un libro “para un público masivo”. Sería interesante en este sentido comparar el catálogo de Alfaguara de hace veinte o treinta años con el actual, para comprobar cómo justamente no es la calidad (o al menos no es el único ni el principal parámetro) lo que lo determina. Mesa parece establecer dos polos: Astericos o LunArena por un lado, y Alfaguara o Tusquets por otro. En esta posición conciliadora que intento mantener, preferiría decir: se publica “basura comercial” (aunque luego no se venda) aquí y allá, en Puebla y en el DF (o en Barcelona, o Londres). Más: ¿que un libro se venda mucho garantiza que se lea mucho? Tengo mis dudas. En España, la tierra prometida de la edición en nuestra época, se venden un montón de libros, ni quien lo dude. Muchos los compran señoras —o señores— para regalarlos a otras señoras (cumpleaños, Navidad, etcétera) porque el libro ha alcanzado el estatuto de ‘objeto validado socialmente como obsequio de prestigio’, igual que un cinturón o un Rioja. Pero los libros pasan directamente al librero, a la mesa de centro (para que los vean los invitados), o mejor: a las manos de un nuevo festejado. ¿Y qué decir de los “libros del verano”, que se compran, supongo yo, para tener en la playa una superficie donde poner la cerveza y el bronceador? Mesa afirma que, dado que las editoriales “comerciales” “viven” de vender libros, tú como autor “tienes que funcionar”. Perfecto. El problema empieza cuando se sustituye con facilidad ese “funcionar” con algo así como “ser buen escritor”. Si una rosa es una rosa, vendes porque funcionas y funcionas porque escribes bien y escribes bien porque vendes. En este sentido, su ligera reticencia ante Alejandro Meneses parece menos dirigida a sus cuentos que, yo qué sé, a su pereza, desidia, cólera o alcoholismo. Por un lado, Mesa elogia los cuentos de Meneses; por otro, parece recriminarle haberse conformado (con escribir poco, con ser una gloria local, en fin); pero en última instancia su juicio sobre los cuentos resulta determinado no por su impresión de los cuentos sino por lo que interpreta de la figura del sujeto llamado Alejandro Meneses. Y lo mismo hace con Palou, a quien elogia no tanto por su escritura sino porque representa el modelo de escritor poblano que “juega en las ligas mayores”, tan querido por Mesa. A efectos de una sociología de bolsillo, o de portafolios, siempre resultan interesantes estos comentarios sobre las vidas literarias, pero no creo que vengan al caso cuando se trata de evaluar críticamente (ejercicio que por otra parte Mesa reclama con urgencia) los libros de un autor, sean publicados por Anagrama o por Selector, por el Fondo de Cultura o por Tierra Adentro. Tan improductivo me resulta juzgar con dureza los libros de Palou si te guía la envidia por sus publicaciones y su prestigio, como hacer lo mismo con los de Meneses si te ampara la incomprensión o la intolerancia por sus decisiones. Yo no he leído ni a Eduardo Montagner ni a Alí Calderón; sin embargo, en ese sentido, a raíz del ensayo de Mesa no podría hacerme una idea ni siquiera aproximada de su calidad puesto que se los elogia no por audaces o rigurosos en lo literario, sino por publicar una primera novela en Alfaguara, o por los “premios y becas nacionales”. (Y ya que estamos en el terreno de las letras patrias, no entiendo por qué Mesa le reclama a la generación anterior el no estar al día “acerca de lo que escribían los mismos autores poblanos”: ¿es que eso sería exigible para nuestra generación? ¿Por qué tengo que leer lo que escribe el vecino? ¿No será que así lo comprometo a que él me lea también? ¿No será que así es como se forman las generaciones literarias, es decir, aquéllas que se disputan las herencias?)
Escribe Jaime Mesa: “no hay obras maestras publicadas localmente”. Después de eso, plantea sus categorías de “ligas menores” y “ligas mayores”: en las primeras juegan quienes publican una y otra vez en Asteriscos, son comentados, me imagino, en “Fronda” o “Catedral”, y no se dan cuenta de que no viven en el “mundo real”. Supongo por tanto que en las “ligas mayores” juegan quienes publican una y otra vez en Tusquets, son comentados en Letras Libres u “Hoja por hoja” y, una de dos, o no se dan cuenta de que sí viven en el “mundo real” o sí se dan cuenta de que tampoco viven en el “mundo real”. Más allá de estas bromas, Mesa parece terminar identificando lo publicado localmente con lo escrito bajo una perspectiva local o provinciana, lo cual, insisto, me parece un truco o una buena intención pero no un argumento. En todo caso, a esa idea yo le contrapondría mi temor no por una literatura “local” sino por lo que ya comienza a ser nombrado “literatura global”: libros con historias que ocurren de uno a otro extremo del globo; con estilos correctos, eficaces y que podrían haber sido generados también en uno y otro extremo del mundo; atentos no a los temas de moda (ésos ya se los dejamos a la televisión) sino a los ‘temas decisivos de nuestro tiempo’; y que podrían ser positivamente juzgados por los lectores de Nueva York o Pekín puesto que podrían haber sido escritos por ellos. Libros que yo no sé si sean obras maestras, pero que sí son obras maestras del éxito: de esa hermosa combinación entre grandes tirajes y una pizca de prestigio literario.
Con los últimos párrafos del texto de Jaime Mesa estoy más o menos de acuerdo. En especial, con las palabras dedicadas a Crítica (revista que, por cierto, no está obsesionada con las novedades de las grandes casas editoriales), y con ese “pecado” que señala Mesa para los más jóvenes: “asistir a demasiados talleres”. Sobre todo, me permito agregar, cuando estamos en una época donde ya casi no son planteados como talleres de escritura, sino más bien como talleres de acabamiento de libros, o de plano, talleres de publicación. En los talleres ya no se ofrece aprender a escribir (o mejor: a no escribir), sino que por ejemplo se garantiza la escritura de cierto número de páginas. Jaime Mesa se congratula de que los actuales suplementos literarios sean dirigidos “por gente que no rebasa los treinta años”. Tiene razón, aunque no sé si la tenga en congratularse. En todo caso, resalta el hecho de que nuestra generación (la de Jaime Mesa y la mía) parece estar a un paso —siguiendo esa sana costumbre político-temporal de todos quienes nos precedieron— de tomar el poder. Lo cual, en lo particular, no deja de ponerme nervioso.

Gabriel Wolfson

Wednesday, December 20, 2006

Alejandro Badillo en Letralia.com

Para el curioso lector ya está en línea el número 155 de la revista letralia. Hay artículos sobre Pamuk, "La enfermedad" novela ganadora del premio herralde etc etc. En la sección de letras se puede encontrar "Domingo en las rocas" una primera versión de un relato de Alejandro Badillo, dedicado a esa gran leperuza llamada Abigail Villagrán. Puede consultarlo en www.letralia.com

Seguiremos informando

Monday, December 18, 2006

Intercambio Epistolar para pasar materia

Internet MarketingForos phpbbTaca?oPracticasGuia

Al fin soy licenciado electo.. Como algunos camaradas saben, una última materia (de nombre tan infame como Econometría II) me impedía terminar la carrera. Después de decepciones y recursos, con el tiempo encima, decidí hacerle notar al maestro mi apremiante situación. De esta atrevida empresa nació un breve pero intenso intercambio epistolar donde a base de un estira y afloje comencé a ablandar al teacher. La primera carta es la siguiente, nótese la sensatez de las razones y el tono de melancolía en las frases que seguramente hicieron mella en el duro corazón del sabio maestro:

Saludos:

Estoy inscrito en el curso de econometría II que impartes, hace tiempo fui con otro compañero porque ambos trabajamos y nos era difícil asistir a tus clases. Nos dijiste que teníamos opción del examen final. Más tarde me informó Luis Alberto Sànchez, el compañero que está en una situación similar a la mía, que la prueba sería el lunes 4 de dic a las 5:00 p.m. Pedí permiso en mi trabajo pero ya en economía no te encontramos, estoy a oscuras ya que no se si se pospuso o qué contratiempo hubo. Quisiera saber qué opción hay para acreditar la materia, es la única que me falta y me es absolutamente indispensable acreditarla ya que soy generación 97, como comprenderás dudo mucho que me dejen volver a inscribir para por fin acabar la carrera. Agradezco de antemano la atención y espero que pueda haber alguna opción para mi.

Alejandro Badillo

Hola Juan Alejandro:

Ayer trabajamos en el salón de usos múltiples y por esa razón no estuvimos en el salón de clases normal. Lo que te recomiendo es que pudieras venir hoy a las 17:15 en la facultad para hacer el examen.

Afectuosamente:

Carlos de Castilla Jiménez

El hábil maestro se había salido por la tangente. Ni yo, ni el maestre Luis podíamos hacer el exámen bajo ninguna circunstancia ¿la razón? es sencilla, nunca lo ibamos a pasar. Así que hice de tripas corazón y seguí con mi perorata.


Saludos

Desgraciadamente me enteré demasiado tarde de tu propuesta, como te comentaba trabajo todo el día y salgo, en el mejor de los casos, después de las ocho de la noche. No sé si tengas alguna otra opción para que me eches la mano con la materia. Me da pena molestarte con esto pero me es imprescindible pasarla y mi empleo es demasiado exigente con la cuestión de los horarios. Tal vez puedas aplicar algún examen en línea o algún trabajo. Espero haya alguna opción disponible para mi, es la última materia y seguramente no tendré una nueva oportunidad para acreditarla. Te agradezco mucho de antemano la atención y espero con esperanza tu respuesta.

Alejandro Badillo

Hola Alejandro:

Me es difícil hacer algo a estas alturas, ya que debo cargar calificaciones el viernes, y por ahora tengo demasiado trabajo, y solo estaré en la Facultad hoy por la tarde.

Afectuosamente:

Carlos de Castilla Jiménez

El tono de tragedia griega parecía no dar frutos. Nuestro futuro parecía estar en el borde de un precipicio. Asistí ese día para jugar mis últimas cartas. Después de un forcejeo filosófico y ético el maestro entendió lo urgente de nuestra situación y, en un rapto de benevolencia navideña, nos puso un tremendo seis. El seis más fácil pero también el más sufrido de la historia moderna.


Thursday, December 14, 2006

EL ARCO IRIS DE GRAVEDAD

Internet Marketing
Taca?oPracticasGuia
n 1973, El arcoiris de la gravedad de Thomas Pynchon impactó en mi cerebro y explotó como si fuera un misil V-2. Era precisamente el libro que necesitaba en ese entonces, lo que resulta revelador acerca de mi condición mental y espiritual en aquel momento. Atención: eran los ‘70. El país estaba hundido, y yo también. Un humor negro como el alquitrán, dificultades que te aplastaban, una paranoia rampante, la entropía que avanzaba a pasos agigantados, una perversidad que hacía que se nos cayeran las mandíbulas de asombro: la historia parecía una conspiración de las fuerzas conjuntas de la tecnología, la muerte y el Control. Todo eso. Pero yo prefería que a mi espíritu lo aplastara una gran novela norteamericana antes que las humillaciones cotidianas de mi primer año de vida posuniversitaria y las desmoralizaciones culturales y políticas de la era. El año anterior, me había graduado en Cornell, alma mater de Pynchon, con una licenciatura en Literatura Inglesa instrumentalmente inútil –al menos, en los términos de aumentar mis probabilidades para conseguir empleo–. Me vi de nuevo viviendo, aturdido y confuso, en mi barrio natal de Bay Ridge, en Brooklyn. Si digo que crecí precisamente en la misma calle que el Tony Manero de Fiebre del sábado por la noche, creo que se puede empezar a entender mi situación. Luego de seis semanas caminando Manhattan de arriba abajo en busca de un empleo para “graduado universitario” –llevando conmigo, y aquí me estremezco, un ejemplar usado de Ada, de Nabokov, para leer en los momentos muertos– conseguí un trabajo donde no me sentía motivado, como el más insulso pasante en la historia del periodismo amarillo. Lisa y llanamente, yo era un enorme problema para mí mismo (y para mis pobres padres) y el mundo no acudía a socorrerme.

Ante la ausencia de cualquier otra alternativa, decidí arrancarme del abismo de la desesperación a fuerza de leer. Nuestra lista, a veces bromeo, se basaba en tres principios: nada más simple que Donald Barthelme; nada menos gótico y desesperado que Harry Crews; nada más atractivo y menos denso que William Gaddis. Avidos de alcoholes fuertes y de música furiosa, nos zambullimos precipitadamente en los matorrales de los primeros posmodernos norteamericanos, perdiéndonos en el parque de diversiones con Barth y Abish, Coover y Elkin, Reed y Sukenick, Mathews y Sorrentino (¡un chico de Bay Ridge!), Gass y Hawkes. Desde luego, nos importaban poco los Grandes Nombres estándares. Bellow se había puesto imposible con su grosera Mr. Sammler’s Planet; Cheever y Updike eran demasiado suburbanos; Vidal escribía novelas históricas con tramas, por el amor de Dios (enormes ensayos, sin embargo); y Malamud era un sedante pero no nuestra clase de sedante. Sólo dos Grandes Nombres escapaban a nuestro desdén: Philip Roth, como resultado de todo el brillante problema que provocó con Portnoy’s Complaint, y Norman Mailer, por su rabia en contra de la máquina dirigida en todas las direcciones.

***

Y entonces llega el Comandante Pynchon, como un entero gobierno en el exilio que consistiera en un único hombre, que desciende desde las montañas hacia la capital de la conciencia norteamericana pertrechado con algo así como la última y más moderna arma: El arcoiris de la gravedad.

Fue nuestro gran libro. Un texto visionario e instructivo que condensaba en nuestra propia época todo lo que era posible decir acerca del sentido y el significado de la historia de la posguerra. Y el universo literario apoyó mucho esta idea. El arcoiris de la gravedad recibió el National Book Award en 1974, junto a –en una decisión extraña y dividida– Crown of Feathers, de I. B. Singer.

La novela de Pynchon tomó residencia en mi cabeza en términos de cima del descubrimiento poshumanístico, una obra finalmente adecuada para la belleza y el terror de un mundo transformado completamente por la ciencia y la tecnología. Y de algún modo conseguí mi primer trabajo en el mundo editorial, lo que me llevó al puesto de asistente de editor en Viking Penguin, y lo que me llevó, de manera casi natural, a mi primer encuentro con Corlies M. Smith, que durante mucho tiempo fue el editor de Pynchon (universalmente) llamado Cork.

Cork había sido el joven editor asociado de una casa editorial de Filadelfia llamada Lippincott. En 1960 compró uno de los primeros relatos de Pynchon, “Low-lands,” para la revista literaria New World Writing.

Antes, Cork había visitado a su nuevo escritor durante un “viaje en busca de talentos” a Seattle, donde Pynchon trabajaba como redactor técnico para los Boeing en proyectos tales como el del misil Minuteman –una investigación perfecta para el bardo del V-2–.

V., publicada en 1963, es considerada ahora una de las mejores novelas del siglo XX. Tres años después, Lippincott publicó The Crying of Lot 49, recibida en ese entonces como algo así como una elegante coda a V. pero que en realidad era algo más que una obertura elegante para la producción operística que estaba por venir. En ese entonces, Cork había dejado Lippincott por Viking Press, y, como hacen los editores, se llevó con él la estrella que había descubierto.

El 24 de enero de 1967, Pynchon firmó un contrato opcional con Viking, por el que le pagaron una de las cifras más bajas que se pueden componer con cinco dígitos, para una “novela todavía sin titular”, y cuyos términos finales, incluidos avances y regalías, debían confirmarse con la entrega. La fecha de entrega fue fijada, con un optimismo que invita a la sonrisa, para el 29 de diciembre de 1967. El tiempo pasó. El 21 de enero de 1969, Cork le escribió a Edward Mendelson, acaso el más astuto y devoto crítico académico de Pynchon, que “hemos estado aguardando un manuscrito de su nueva novela durante algunos meses... No sé qué estará haciendo Pynchon por todos los lugares de Los Angeles, pero me gustaría pensar que escribe una novela”. El 20 de octubre del mismo año le escribe de nuevo al impaciente crítico: “Lo siento, nada acerca de la novela de Pynchon”. En marzo de 1970, Pynchon le escribió a Cork para disculparse porque no iba a llegar con la entrega el 1º de abril. Le pidió si era posible postergar la entrega para el 1º de julio de 1970.

¡Y qué gran novela sin titular que era ésta! La primera lectura, por sí sola, llevó mucho tiempo. Alida Becker, la asistente de Cork por aquellos días, me dijo que un día, no mucho después de haber hecho la entrega, Pynchon llamó a la editorial para hablar con Cork. Como él no estaba, Pynchon le preguntó a Becker qué pensaba del libro. Cautelosamente, ella le contestó que lo estaba disfrutando mucho, pero que era un libro muy exigente y que todavía no lo había terminado. “Es muy larga”, le explicó, a lo que Pynchon respondió orgullosamente: “La tipeé toda yo mismo, usted sabe”.

Luego estaba la espinosa cuestión del título. Pero ahora se presentaba el verdadero problema: cómo publicar un libro de más de setecientas páginas a un precio que no fuera desmesuradamente prohibitivo teniendo en cuenta la audiencia natural de Pynchon, universitaria y posuniversitaria. V. y The Crying of Lot 49 habían vendido cada una más de tres millones de ejemplares en ediciones baratas y masivas. (Hagamos una pausa y contemplemos lo que dicen estos números acerca de la extensión del público lector en la Norteamérica de los ‘60. Ahora sugiero que nos suicidemos todos.)

Viking procedió a hacer lo que hacía cualquier editorial norteamericana por aquellos días: generar excitación literaria entre los autores consagrados. Se les enviaron las pruebas, para que redactaran posibles comentarios elogiosos que extractar en la contratapa, a Irving Howe, Alfred Kazin, Leslie Fiedler, Frank Kermode, Ken Kesey, William Gaddis, Benjamin DeMott, Paul Fussell, John Updike, John Cheever, George Plimpton, Lionel Trilling, Richard Ellmann, Kurt Vonnegut, y gente de ese tipo.

Así es como se hacían las cosas tres décadas atrás. Incluso si Pynchon no hubiera sido el sujeto reclusivo que era, las lecturas de autor y presentaciones eran del todo inexistentes, y la idea de hablar sobre un libro larga y ceñudamente con Carson o Cavett producía hilaridad. Las artes oscuras de la publicidad de un autor estaban en su más tierna infancia; eran los reseñistas quienes hacían el trabajo por él. Y con Pynchon lo habían hecho. La fecha de publicación de El arcoiris de la gravedad fue el 28 de febrero de 1973. El 9 de marzo, un comunicado de prensa de Viking aseguraba que estaban recibiendo setecientas órdenes por hora como resultado de las reseñas extasiadas publicadas por todas partes. El arcoiris de la gravedad estuvo cuatro semanas en la lista de best-sellers de ficción del New York Times y vendió aproximadamente 45 mil ejempales de tapa dura y tapa blanda. La edición popular en Bantam, publicada un año después, vendió cerca de 250 mil ejemplares en el curso de 10 años.

Las nominaciones a los premios fueron desde luego inevitables. Por aquellos días, el National Book Award se anunciaba antes de la ceremonia, de modo que la editorial sabía de antemano que El arcoiris de la gravedad había ganado la mitad de los premios en ficción. No había expectativas de que Pynchon se mostrara, pero la editorial estaba nerviosa porque él podía rechazarlo –como hizo un año después, con la medalla Howells de la American Academy of Arts and Letters–.

Recuerden: nadie sabía cómo era Pynchon. Así que el sujeto despeinado que alcanzó de un salto el podio desde la audiencia realmente podía ser él.

Thursday, December 07, 2006

HISTORIA DEL DURMIENTE DESPIERTO (PARTE II)

Abrió los ojos. En los párpados adivinó las patas heladas de un par de mariposas blancas. Un poco de aire frío se filtraba bajo la puerta, traía los restos de una canción, la gesta de los amantes, sus besos de humo. Pidió vino de dátiles pero sus sirvientes no acudieron. Repitió el llamado en vano. Al fondo del cuarto bailaban sombras. El ritmo de una respiración removía el silencio, hacía temblar las sombras como a las hojas de un árbol. Abou-Hassán examinó su cuarto y descubrió varios objetos de madera, nuevos a su vista y oscurecidos por el tiempo. Ánforas y vasijas se alineaban sobre una mesa baja. Cuando volvió la mirada encontró que la luz incidía en las sombras y les daba forma. Así, una mujer surgió de la penumbra, sin reparar en él, alcanzó uno de los recipientes, le quitó la tapa y revolvió el interior buscando las hojas de naranjo que Abou-Hassán usaba para el té. Las pulseras en sus brazos tintineaban. Sus ojos eran brillantes y negros; arrugas corrían a lo largo de su frente y en las mejillas. Quiso preguntarle qué hacía en su cuarto pero no se atrevió. La luz se movía por el piso, entretenida en el vislumbre del fuego descubrió por accidente más objetos: un sillón encorvado, cojines dispersos en las esquinas, repitiendo en sus arrugas lejanos vestigios de hombres. Un gran espejo duplicaba paredes, encaminaba al mundo a una consistencia de naturaleza muerta. Abou-Hassán se levantó, pasó junto a la mujer que lo miró en silencio y contempló su reflejo con perplejidad infantil, le hizo votos solemnes. Un examen más detenido reveló que la superficie no era inerte sino que se esforzaba en imitar la piel del invierno, sus formas de agua. Se miró hasta observar que su reflejo envejecía, como si el tiempo pasara de ave en reposo a una en continua migración, entretenida en las líneas de su rostro y pensó –en el desfiguro– que su memoria comenzaba a inventar. Sintió oleadas de vértigo. Advirtió una revuelta de lunas en el techo. En los ojos duplicados manaban transparencias. Abou-Hassán intentó hablar pero una voz le murmuró que aún no estaba preparado: su mente era demasiado elemental para la fantasía, su pensamiento el torpe dibujo de un niño. La somnolencia volvió; el sopor fue un vaso de agua rebosante. Bostezó. La mujer lo guió con calma al diván. Volvió a dormir.
Alejandro Badillo