LO SAGRADO Y LO PROFANO
"La verdadera perversión, sin embargo crece en lo terrible, en la maldad desviada, en la sexualidad infernal, responde a lo mordaz, ritualístico y las ceremonias de Misas Negras. Si usted nunca a observado a alguien utilizar patines de hielo con pavor extremo, mientras usted se ríe nerviosamente, sabe de lo que estoy hablando.
Yo pienso que Joel Peter Witkin, verdaderamente nació pervertido, (en el círculo visual) Yo no sabré cuales son sus predilecciones sexuales. Witkin es un fotógrafo que ha estado equivocado, como un ladrón real, y cuyos trabajos fueron descritos por Mariana Isola en The Met como "Parte de Jerónimo Bosch, parte de la Masacre en Cadena de Texas".
Él ha sido el rey actual de la imaginación desviada (incluso el Dios inteligente de los artistas favoritos) ya que el vino a la aclamación pública en los 80´s con su delicada posesión corporal, y de sus atrevidos desnudos mutantes, vivamente arreglados en tono plateado, antiguos escapes de las pesadillas.
El mundo visual de Witkin evoca en un cuarto juego, el funeral de Bironesque, particularmente de algún cuento de hadas del sombrío siglo XIX, o un horrible y terrible accidente de las artes, en que cada uno pronto se pondrán uno detrás de otro (el Renacimiento, Picasso, Miró, Mapplethorpe y Buñuel) después de un espantoso giro en una enorme mezcladora; pierden cada uno las piernas y los brazos, estilos visibles atisbados entre carne destrozada, genitales y mercurio."
(sobre la fotografía de Joel Peter Witkin)
Esa enfermedad de los árboles, laberintos casi perfectos, es algo que vi alguna vez antes. Pero entonces ensayaba las dedicatorias en hojas amarillas y tratados del silencio. Era el tiempo de las cartas sin fecha, de los actos de magia y los encuentros de piedra. Habitantes desde entonces, dijiste. Y te creí. Una quinta estación de lluvias bajo la piel, gotas en un volumen de Lezama en una plaza desierta a las dos de la mañana. Los puentes, los jardines de piedra, las canciones compartidas, todo quedará grabado en un espejo de hoja triple. Habré de cambiar de nombre por deseo propio y sentirás entonces la nostalgia de los cielos italianos. Un libro de pasta verde será la respuesta a todas las preguntas. A las de todos, a las tuyas. Dios hecho silencio se posará sobre nosotros.
***
Tomas apuntes de ti misma, inventas un alfabeto. Alguien dice que lo importante
son las pieles, sin embargo tú guardas en el clóset los recuerdos y te vistes
con uno distinto cada día. Cuando la noche es el mejor amante, es tu sexo el lugar
al que vuelven los insectos. Te quitas los zapatos, caminas descalza. A tres puertas es tan
fácil culpable. Abres los ojos para no verte. Maldices ese color, la palabra tarde, los
aretes cortos, el momento en que cruzó la puerta.
Maldices la bóveda, a Bach, a Paganini. Es tan fácil sentirse culpable, repites. En
la mente las cosas suceden de otra manera: es la partitura secreta del violinista,
la ciudad extranjera a la que siempre se vuelve.
***
Hay carteles con nuestros nombres por todas partes. Sin título. Bastaría olvidar lo
aprendido, abrir el libro en la misma página, inventar un pasamanos para volver.
Sería suficiente entrar a una habitación conocida con la certeza de nunca antes
haber estado en ella, desconocerse en la ropa de todos los días, en el cuerpo de la
mujer que duerme de espaldas a ti.
No te repitas, no memorices. Te lo dirán todo las paredes, los cabellos en el piso,
los buenos días que desearías vinieran de otros labios.
Desparecerán de las calles los carteles, la ciudad olvidará con la lluvia los
momentos compartidos tirados al suelo.
Recordarás esto como se recuerda una película con mal sonido, una reproducción
pésima de un cuadro de Renoir.
Uno
Antes de colgar la bocina –repasando con los dedos el cable del teléfono– mencionaste una mancha de humedad con la intención de demorar la llamada. Del otro lado de la línea hubo un carraspeo seguido de un “no te preocupes” dicho sin fuerza, con apariencia de un monosílabo. Mantuviste la esperanza, pero él se despidió con besos lejanos, con el regreso de Buenos Aires previsto dentro de una semana, la consabida promesa de fotos y recuerdos. Más tarde, antes de que el reloj marcara las cinco, el departamento adquirió la consistencia de un estanque silencioso que parecía pintar de verde las paredes, una sutil invitación que estabas acostumbrada a ignorar, porque las sorpresas eran fragmentos de otro tiempo, y ahí, sentada, a mitad de la sala, prescindías del asombro porque éste era sólo un mero acto transitorio. Con ojos aburridos, las manos inmóviles sobre la falda, recordaste el momento de colgar la bocina, el ligero vaivén de cortinas que le siguió, como si un fantasma hubiera estado tras ellas, soplando entre los pliegues para lograr un suave impulso de olas. Apoyaste los labios en el silencio que cubría los muebles, mientras bajabas los ojos al piso, al bosquejo de sombra de una muñeca de porcelana. La hora en el reloj perdió importancia y ya ibas a levantarte cuando en el departamento de al lado comenzó el ruido. Te preguntaste si habías soñado ese ruido en particular (uno tenue, de pasos intermitentes, que parecían ir en círculos), porque soñabas noche a noche y tenías la rara habilidad de despertar con el sueño en la boca, como si nunca hubiera acabado y estuviera frente a ti, listo a ser repetido en el desayuno, palabra por palabra. En los sueños de los últimos días, un hombre de sombrero habitaba el departamento desocupado. Soñarlo era distinto porque con él no había historia al despertar, como si deliberadamente eligiera esconderse en la imaginación y te dejara –a modo de anzuelo– algunas certezas aisladas: el color de su corbata, la barbilla mal afeitada, el sombrero abandonado a los pies de una reproducción de Renoir. Al principio te pareció absurdo, pero pronto comenzaste a sacar rechinidos de las puertas, a crear sonidos inesperados con el agua, porque sabías que él estaba ahí, del otro lado, atento a tus ruidos, y a veces sentías que te soñaba, porque a solas, sin nadie que confirmara tu presencia, era natural que los papeles se invirtieran. Sonreíste al intuir su desconcierto cuando salías y dejabas el departamento en silencio. Bajabas las escaleras apenada por tu ausencia, veías de reojo la puerta azul, y entonces podías imaginarlo acostado en la cama, concentrado en la superficie de un vaso con agua, como si ahí estuvieran flotando el insomnio y el hastío.
Alejandro Badillo
El harmattan surge en el invierno sahariano, sopla del noreste y bajo su influencia la corteza de los árboles se agrieta, las plantas desvanecen sus colores, el sol se tiñe de rojo. En las noches, diminutos reptiles salen de sus madrigueras y recorren con pequeños saltos rutas conocidas, que les permiten abarcar el mayor terreno posible con el mínimo de energía. Un torrente de huellas es dejado por sus patas mientras olisquean el aire en busca de alguna presa. Así, en las mañanas, líneas estrían la arena y en la altura el desierto se ve como una superficie viva, surcada por venas. El harmattan se apodera del cielo, desciende atraído por la tierra y mueve el desierto grano a grano. Una capa superior de arena se desliza y a la distancia recuerda un oleaje avanzando irremediable, desapareciendo aldeas, engullendo voces y deseos. Dunas colisionan y se unen para derramarse con pereza en precipicios apenas formados. Abou-Hassan caminaba en medio de la tormenta, la piel de sus brazos, invadida por ampollas, ardía. Los primeros minutos había creído poder seguir los rastros de la caravana, pero la superficie del desierto era renovada cada instante por la tormenta, que disolvía huellas como suspiros. La amplitud del horizonte era un espejo turbio, oxidado en las orillas. Hacía tiempo que la lucidez lo había abandonado y ahora caminaba entre camellos de fuego, reptiles de formas cambiantes que exhalaban soles de vapor. Embebido en las visiones, resbaló en un declive del terreno y rodó varios metros hasta llegar a una planicie formada de arenas tan blancas que por un momento creyó estar en un campo de nieve. Las rachas de viento detuvieron su embestida. Abou-Hassan se levantó con dificultad y, limpiándose los ojos, extendió las manos frente a él, porque en ese momento pudo tocar al desierto que bajo esas circunstancias presentaba su estado más puro: un momento infinito unido a la persistencia de un mismo paisaje que al principio transmite paz, pero que después se rebela introduciendo una locura sutil en el observador. En su mente las ideas pronto fueron reemplazadas por crepitación de tambores, por voces llamándolo, llenando sus oídos. Recordó la caravana y gritó pidiendo ayuda. Sus lamentos se ahogaron casi al salir de la boca, pero tuvieron fuerza suficiente para ser escuchados por los espíritus de la arena, demonios que juegan con los viajeros extraviados, haciéndoles creer que la salvación está cerca. A través de los tiempos, diversos testimonios –incluido el del mismo Marco Polo– han dado fe del extraño fenómeno que se apodera del desierto, un fenómeno conocido como las “arenas encantadas”, donde una legión de voces sale de entre las dunas y confunde a quien las oye; ejércitos emergen de la nada para empuñar armas relumbrantes, barcos zarpan de puertos inexistentes desplegando velas color sangre. Cuerpos advenedizos se nutren del calor, crecen, murmuran oraciones felices ante los desatinos del peregrino.
Las últimas gotas resbalaron por su garganta. El desierto lo atravesaba, consumía sus venas una por una. Su delirio fue en aumento, cielo y tierra invirtieron sus papeles y, ahora, frente a él, la arena transpiraba un azul turquesa. Esbozó un gesto de satisfacción al ver el mar increíble que lo rodeaba y que empezaba a ronronear como gato. El calor hacía que el azul tuviera movimiento y delineaba olas espesas que iban a romper contra una costa inexistente. El cielo amarillo mantenía en equilibrio dos nubes diminutas y estremecidas. Movió los pies al sentir cosquilleos entre los dedos, bajó la vista para encontrar oleadas de peces entre ellos: peces de labios gruesos, nadando en densos cardúmenes, boqueando en un intento por articular palabras. Demente, festejó con aplausos la embestida plateada que se internaba entre las dunas, siguiendo corrientes de agua escondidas en el subsuelo. Algunos, propulsados por fuertes aleteos, subían a la altura de su cabeza y entonces se daba cuenta que tenían ojos de mujer. Se desvaneció justo cuando uno pasó frente a él y le murmuró el nombre de una ciudad desconocida.
Alejandro Badillo
Dos peligros del poema en prosa: ser una simpleza o un chascarrillo de almanaque . Elabóralo pacientemente con trabajo concienzudo y pónle un feliz remate, a modo de aguijón.
Lorella Leonetti.
"La caravana logró escapar de la tormenta aunque un hombre, engañado por las visiones de la arena, se perdió en el camino. Abou-Hassan era su nombre y se dedicaba al comercio de seda, vino de dátiles y hojas de tabaco. La noche anterior, después de revisar su mercancía, entró a la tienda principal. La fogata prolongaba sus llamas en largos ríos de chispas que subían alentados por el viento nocturno. Alrededor de ella, los hombres escudriñaban sus barbas mientras seguían con vivo interés el febril relato de un mago. Este, retando con las manos el fuego, sumidos los ojos en sus órbitas, predecía el arribo de una tormenta de arena. Sus manos recorrían colinas de aire, caravanas hechas polvo por un soplido amarillo. Algunas gotas de sudor se perdían en su barba, otras acudían en tropel a la punta de la nariz. El mago acabó su relato con los ojos puestos en el azul de las llamas, la boca atrapada en una mueca profunda. Lo tomaron de los brazos para hacerle beber un té que lentamente lo rescató del trance. Acordaron partir apenas clareara. Abou-Hassan fue a su tienda donde sus sirvientes le ofrecieron vino, dulces y un almohadón para su cabeza. Más tarde, en medio del susurro creado por las hojas de las palmeras, se soñó habitante de una torre rodeada de agua. La estructura de la torre era embestida por un mar agitado, olas que reblandecían los cimientos hasta desprender grandes pedazos de roca. La torre caía al mar como un cuerpo desplomado, que dobla tras un largo asedio las rodillas. Él saltaba, pero su cuerpo no llegaba al agua porque el sueño le tendía una trampa y lo mantenía preso en una caída perpetua.
Despertó sudoroso, con sal en sus ojos y la sensación de agua en los oídos. El amanecer avanzaba sobre el horizonte, descubría la tormenta que evolucionaba como bestia gris, amarilla. Los bordes de la luna eran de agua, en poco tiempo uniría su viaje al de alguna nube Salió de la tienda para dar instrucciones a sus sirvientes. El cargamento fue asegurado, la hilera parda reanudó el camino. Más tarde, la tormenta abrió la boca dispuesta a engullir camellos, sofocar hombres; pero la caravana ya se alejaba hacia el oriente, hundiendo sus huellas con rapidez. Como consuelo revolvió sin mucha fuerza los restos de la fogata; algún turbante olvidado se elevó siendo, por un momento, pájaro rojo. La tormenta encorvó varias palmeras, dispersó sus flancos en la luz creando eclipses consecutivos. Las ruinas de una casa, desgastadas por la acción del viento, no resistieron más y pronto fueron dunas.
En el segundo día de viaje el sopor de la tarde obligó a una parada. El paisaje seguía siendo el mismo: una inmensa extensión amarilla apenas interrumpida por siluetas de animales fantásticos; bestias suspendidas en el calor, mirando siempre en dirección a las murallas insinuadas en el horizonte, monumentos que se disolvían en espejismos más pequeños a medida que se aproximaban. Abou-Hassan, con la mirada enterrada en su copa, pensó en círculos, en un reloj de arena en cuyo interior avanzaba. Un olor a azahares se esparció en la tienda, dibujó espirales en la superficie de un jarrón con agua, abombó los paneles del techo y, finalmente, llegó a la copa de vino en forma de gotas ambarinas, que descendieron curiosas hasta el fondo. Abou-Hassan recordó las flores de naranjo, ofrecidas en sacrificio para atraer la promesa de un amor iluminado. Acabó la copa y caminó en torno al diván tratando de ubicar la procedencia. Sus sirvientes habían captado el olor y frotaban sus narices, encendían con sonrisas sus largos rostros morenos. Les ordenó salir. El olor se hizo más intenso, rodeaba su cabeza, hacía brillar su piel como si estuviera llena de estrellas. El mundo era un latido expandiéndose lentamente. Una corriente de aire condensó dedos invisibles, impulsó aleteos de labios que tejieron con paciencia una voz femenina. Palabras engarzadas en un fraseo largo, sostenido, que se abría paso en sus oídos. Salió aturdido, como si alguien respirara a través de sus pulmones; alguien cobrando conciencia de sí mismo, reconociendo al mundo que dejaba su expansión para presentarse inmóvil: una piedra a la orilla de un abismo, en equilibrio sobre uno de sus cantos. Abou-Hassan salió de la tienda con pasos titubeantes. La voz hablaba de ciudades escondidas bajo el agua mientras otorgaba una rara densidad al perfume que instintivamente envolvía sus manos, calmaba temblores en los dedos. Para entonces el desierto se había revelado como una bocanada caliente que se introducía con dolor en su cuerpo, volvía imposible la lucidez caldeando pensamientos hasta reducirlos a imágenes: narices alargadas, ídolos de vientres abultados, soñando plumas cayendo del cielo. La voz fue al mismo tiempo canto y grito, sostuvo su cabeza un instante para después abandonarla a una derrota luminosa y rotunda."
ALEJANDRO BADILLO
PREÁMBULO
I
Abro la ventana
contemplo charcos de luz amarilla sobre la nieve
¿Alguna vez soñaste pavo reales blancos?
¿A tu mano precipitar la luz en el silencio?
¿O simplemente dejas que el deseo se confunda
y tome la forma de un par de mariposas heladas?
II
El polvo en la lámpara de noche
el cenicero abandonado
refleja el humo intacto sobre una taza de café
los cigarros azules que fumas
que recuerdan
un largo murmullo
escondido en tu sexo
en el frío de tus manos
estancado en una fotografía
que te devuelve junto a mi
para recolectar polvo
guardarlo en frascos
y entretener la espera
buscar la eternidad en la penumbra
III
Un mueble,
la televisión apagada
la orfandad del espejo
que te desnuda en el azul de una vela
Y cuando deletreas mi nombre
un temblor perdura en tu vientre
como si el sonido tuviera fuerza
para contar nuestra historia
seguir al gato en la nieve
que me observa atento
mientras cierro la ventana
para regresar al punto de origen
que es un deseo
el pretexto para formarlo
para buscarte a ciegas
en la pausa de las sábanas
como si no existiéramos
como si el sexo fuera humo
y se nos escapara
lentamente
entre los labios.
Alejandro Badillo